El acceso a la universidad pública

El dinero de la colectividad nunca deben ser utilizados para contribuir a crear o a mantener privilegios de clase social en la enseñanza superior

EN CLASE Interior de un aula de la Universtitat Rovira Virgili.

EN CLASE Interior de un aula de la Universtitat Rovira Virgili.

FRANCESC XAVIER GRAU

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Recientemente he participado en la conferencia general de la Red Talloires, una red internacional de universidades dedicada a fortalecer el papel cívico y la responsabilidad social de las instituciones de educación superior. Punto culminante de la conferencia ha sido la adopción de la declaración de Veracruz, en la parte concreta de la cual se establece que las universidades tienen la misión de promover: 1) la educación como un derecho humano universal para ayudar a abordar los retos globales y de cada una de las sociedades del planeta, 2) comunidades y sociedades sostenibles con oportunidades de liderazgo para el desarrollo, la distribución equitativa de recursos y la colaboración con organizaciones comunitarias, agencias gubernamentales, empresas privadas y entidades sin ánimo de lucro, 3) el acceso al conocimiento y la tecnología para crear comunidades y sociedades prósperas y, 4) contribuir al fortalecimiento de la cultura, la estabilidad social y la armonía, la inclusión social y la colaboración hacia el bien común. Unos elementos de la misión universitaria que, en la misma declaración, se hacen derivar de tres derechos particulares y de sus responsabilidades asociadas:

El derecho a la educación: la responsabilidad de ser socialmente inclusiva y promover una educación de calidad para todos.

El derecho a las oportunidades de liderazgo y la movilidad económica: la responsabilidad de crear comunidades y sociedades prósperas; y

El derecho a un medio de vida: la responsabilidad de preparar a las personas para la ocupación y el emprendimiento, y contribuir al desarrollo económico.

No es mi intención reproducir aquí la declaración, sino utilizarla como punto de partida para una reflexión sobre lo que, para mí, tendría que ser hoy en día una preocupación principal de gobiernos y universidades, y que afecta estos tres derechos: el acceso en condiciones de igualdad, basado solo en capacidades y méritos. En este sentido, la declaración de Veracruz me parece tímida, demasiado respetuosa con el estado de las cosas.

DIFERENCIAS SOCIALES

La enseñanza superior (y la actividad de generación de conocimiento en todos los ámbitos) es, hoy en día, un componente central en la estrategia de desarrollo de las sociedades. Esto es lo que nos dice cualquier aproximación al desarrollo basada en la competitividad de las sociedades. No nos dice nada sobre la sostenibilidad de este desarrollo en general ni, en particular, del posible incremento de diferencias sociales a que pueda conducir que, si se da, lo haría insostenible por injusto.

La formación universitaria en condiciones de igualdad de acceso es el elemento de política social que más contribuye al ascenso social y, por tanto, que mejor contribuye a mantener las diferencias sociales en parámetros sostenibles. Naturalmente, las primeras barreras al acceso equitativo son de tipo económico, pero las hay también más sutiles de tipo social y cultural, como muestra el reciente estudio de Vía Universitaria elaborado por la Red Vives: los estudiantes de extracción social más baja que llegan a la universidad tienden a escoger formaciones más operacionales, con acceso más directo al mercado de trabajo pero con menor proyección profesional futura, además de no poder disfrutar en la máxima extensión de todos los servicios y posibilidades formativas adicionales que ofrece la universidad (actividades culturales y deportivas, formación en idiomas y multicultural, movilidad internacional, …). En definitiva, nuestro sistema de acceso es bastante equitativo, propio de sociedad europea desarrollada, ¡pero no lo suficiente!

PRECIOS Y BECAS

Las universidades no pueden estar contribuyendo a mantener, o incluso a incrementar, diferencias sociales. Y la clave para no hacerlo es una buena y completa política de acceso en condiciones de igualdad que tenga en cuenta todas las fuentes de desigualdad identificadas. Los principales responsables de diseñarlas y ejecutarlas son parlamentos y gobiernos, y sus principales instrumentos de trabajo son las universidades públicas, las políticas de precios públicos, de becas y, si procede, de salarios. Las universidades, por su parte, han de ser bien conscientes de las necesidades y la realidad de la sociedad que las justifica, las financia mayoritariamente y en la cual están insertadas, y diseñar su acción formativa y la extensión y oferta de sus servicios a esta realidad.

Por mucho que todo el mundo ha de poder tener opciones de acceder a la universidad, la dimensión del sistema público se ha de corresponder con objetivos globales de formación superior (como referencia, la UE se ha fijado el objetivo del 40% de la población entre 30 y 34 años). Por tanto, es necesario que haya, y es bueno que exista, un sistema competitivo de selección en el acceso a la universidad, que solo se tendría que dilucidar en términos de capacidades y méritos. Y se haría muy mal servicio a la sociedad si este, así como el acceso a todos los servicios universitarios, necesarios, fuese más sencillo para los que tienen determinados recursos de clase y económicos. Por eso, es siempre necesario vigilar que los recursos públicos destinados a la educación superior contribuyan a mejorar la equidad en el acceso y, en sentido contrario, que nunca sean utilizados para contribuir a crear o a mantener privilegios de clase social.