Al contrataque
Las noches blancas
Cuando somos jóvenes nos parece que si no apuramos las noches hasta el amanecer nos podemos perder algo esencial. En parte es cierto
Milena Busquets
Escritora
MILENA BUSQUETS
Todavía no he pasado ninguna noche en vela por mis hijos. El pequeño tiene 10 años y es todavía demasiado joven para salir, aunque cuando le veo cantar, bailar y dar brincos por la casa vislumbro un futuro rutilante de discotecas, fiestas y jolgorios varios. El mayor está a punto de cumplir 18 años, pero es tan prudente y sensato que cuando sale por la noche me voy a dormir sin ninguna angustia ni preocupación.
Nunca he sido una madre sufridora. Desde el primer momento en que supe que estaba embarazada, pensé que mis hijos estaban protegidos y que nada malo podía sucederles. Hay gente que siempre se prepara para lo peor, yo –un poco estúpida e inconscientemente, pues la vida ya me ha desmentido en multitud de ocasiones– siempre me preparo para lo mejor. Así que no leí ni un solo libro sobre el embarazo y tampoco asistí a ningún curso de preparación al parto. Mi cuerpo había sido felizmente invadido, de un día para otro me había convertido en un animal y todos los animales de la Tierra paren sin necesidad de cursillos. Reclamé, eso sí, todas las drogas posibles para no sufrir durante el parto. El dolor en todas sus acepciones me parece terriblemente retrógrado.
UN AMANECER EN CADAQUÉS
Yo sí le hice pasar a mi madre algunas noches en blanco. Cuando somos jóvenes nos parece que si no apuramos las noches hasta el amanecer nos podemos perder algo esencial. En parte es cierto.
Recuerdo un amanecer en la playa de Cadaqués, con 20 años. Habíamos pasado la noche charlando y riendo y no había mirado el reloj ni una sola vez. Naturalmente, tampoco había pensado en mi madre a pesar de que ya llevaba días pidiéndome que la avisara si iba a llegar tarde a casa. Después de cerrar todos los locales del pueblo, decidimos ir a ver amanecer a mi playa favorita. Estaba con mi mejor amiga y con tres actores que habíamos conocido aquella misma noche. En la playa no había nadie más y una luz rosada empezaba a iluminar el horizonte. Estábamos felices, medio dormidos y medio borrachos. De repente, veo llegar un coche azul marino, destartalado y lleno de abolladuras que reconozco vagamente. Del coche se apea mi madre descalza, con su túnica blanca deshilachada, el pelo en desorden y ojos de no haber dormido. Desciende la cuesta dando saltitos, se me acerca, me besa en la frente y sin mirar siquiera a las personas con las que yo estaba, regresa al coche y se va.
No le dirigí la palabra durante días. Pero a veces, después de una noche agitada (divertida o decepcionante, llena de expectativas, única o igual a las miles de noches que ya he vivido) me encantaría verla bajar la cuesta brincando con su vieja túnica al viento y depositar un beso silencioso y leve sobre mi frente.
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