En la 'diada' de Sant Jordi

Escribir, leer, vivir

Los libros son reflexión, consuelo, memoria colectiva y un bastón para caminar por el mundo

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OLGA MERINO

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Entre las páginas de un cuaderno de tapas verdes, guardo un recorte de prensa de hace lo menos 30 años, tan viejo que amarillea como si hubiese embebido una taza entera de té. El artículo en cuestión recoge una iniciativa del diario francés 'Libération', de mayo de 1985, consistente en formular a 400 escritores de todo el mundo la pregunta «'pourquoi écrivez-vous?'», (¿por qué escribe?). La encuesta cosechó otras tantas respuestas en casi una treintena de idiomas, entre las cuales destaca como una coz la del británico Lawrence Durrell: «A pregunta idiota, respuesta idiota: escribo para vigilarme».

Algo de razón no le faltaba al autor de 'El cuarteto de Alejandría'. A menos que interceda una ocurrencia chispeante, se trata de la típica pregunta bomba que entraña el riesgo de contestarla con una frase muy redicha, como un presuntuoso o, lo que es peor, con una cursilería redomada. Salieron bastante bien parados del brete el portugués António Lobo Antunes («escribo porque no sé bailar como Fred Astaire»), la francesa Françoise Sagan («porque adoro eso») y Juan Goytisolo («si lo supiera, no escribiría»). Para los días trascendentes, encaja mejor la salida de García Hortelano («porque no soporto el vacío que es un día sin escribir»).

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Aunque el recorte no recoge la totalidad de las réplicas, sorprende que ninguna de ellas haga referencia a la lectura diciendo algo así como «escribo porque leo» o «escribo para leer mejor». Puede que me esté haciendo un lío, pero me resulta muy difícil separar dos cuestiones que en cierta manera se retroalimentan. A escribir nunca se aprende del todo; tal vez tampoco a leer, pero en cualquier caso el segundo asunto es la antesala del primero. Como dijo el norteamericano Ralph Waldo Emerson, «primero comemos, después engendramos; primero leemos, después escribimos».

EL MOMENTO DE LA EPIFANÍA EN LA LECTURA

Si la escritura es un proceso interminable, respecto a la lectura recuerdo con exactitud, en cambio, el momento de epifanía –¿cómo decirlo sin que asome la pezuña de la afectación?– en que supe que al fin había aprendido el manejo básico de la herramienta. ¿Cuántos años tendría? Puede que aún no hubiera cumplido los 5, y lo conseguí después de que se me hubieran atravesado tres sílabas que persistía en confundir: «ma», «ta» y «na». La maestra las anotó en un papel que permaneció olvidado durante semanas en un bolsillo del abrigo.

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Un buen día, apareció por casualidad y mi madre, bastante más paciente, remató la faena. ¡Eureka! Ya podía leer sin ayuda los letreros de las calles, sobre todo aquel del jabón lagarto del paseo de Sant Joan que tanto me fascinaba. En casa apenas había libros, pero veníamos de una tradición oral muy fértil que estimulaba la imaginación y afilaba la escucha, el amor por la palabra pura. Mi abuelo paterno devoraba aquellas novelitas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía, un republicano con la cabeza gacha como él.

Empezaba otra fase, comenzaba la vida.  ¿Por qué lee usted? Curiosamente a nadie le plantean esta pregunta, ni tampoco por qué respira o por qué come macarrones. Cada uno lee como puede y lo que le da la gana, y sencillamente hay quien prescinde porque tampoco se trata de un imperativo moral. Allá ellos.

CUATRO TIPOS DE LECTOR

Samuel T. Coleridge (1772-1834), el poeta inglés, distinguía cuatro tipos de lector: el reloj de arena, por quien la lectura pasa como el polvo blanco de un bulbo a otro, de forma mecánica y para matar el tiempo; el lector esponja, que absorbe todo lo leído y lo devuelve casi en el mismo estado, solo que un poco más sucio; el cedazo, que deja pasar la flor del jugo y retiene solo heces y desechos; y el lector Golconda, en alusión a las minas de diamantes de la India, aquel que escarba y separa la ganga para quedarse con las mejores gemas. Como divertimento, tiene su gracia la taxonomía si bien adolece de cierto elitismo, de cuando la lectura era un privilegio de clase, y bastante rigidez: le arrebata el sentido del placer.

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Otros pensadores contemporáneos, como el pope Harold Bloom o Alberto Manguel, han sabido decantar mejor las virtudes del vicio solitario. ¿Leer, por qué? Para reflexionar y opinar por cuenta propia; para prepararnos para el cambio; para adquirir conciencia de uno mismo; por los viajes, desde El Cairo de Mahfouz hasta la Rusia rural de Chéjov; para mantener viva la memoria común; o por la satisfacción intelectual de tropezar con un hallazgo que uno había intuido vagamente pero no sabía siquiera cómo amasar.

También por el consuelo. Por llegar al fondo de la experiencia humana. Ahora mismo me viene a la cabeza aquel 'Poema de un día', de Antonio Machado, sobre sus años de maestro rural (¿habrá unos versos que destilen mejor la soledad?) o aquella novela de Vergílio Ferreira sobre el sentido último del amor, 'En nombre de la Tierra'. Leer es también aprender a vivir. En cualquier caso, feliz Sant Jordi, felices libros.

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