Al contrataque

El regalo de nuestros hijos

De repente, un día nos damos cuenta de que nuestros hijos empiezan a ser más interesantes que nosotros. Más fuertes, más ambiciosos, con más futuro.

Tres jóvenes se hacen un selfi en Hong Kong.

Tres jóvenes se hacen un selfi en Hong Kong. / periodico

MILENA BUSQUETS

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hace unos días fui a cenar con un amigo y nuestros respectivos hijos adolescentes. El suyo, que normalmente vive en Miami con su madre, estaba de visita pasando las vacaciones de verano con él, y el mío acababa de regresar después de pasar unos días en el campo con su padre.

Son adolescentes normales, altos y espigados, un poco patosos, sanos y fuertes, listos y curiosos. A veces hablan como viejos sabios y a veces hablan como niños de 3 años. A veces te adoran (disimulando) y a veces te desprecian (abierta y silenciosamente o resoplando). Cazan pokémons, siguen a unos cuantos youtubers, se pasan el día pegados al ordenador y al móvil. Se ríen a carcajadas y miran al infinito bastante a menudo. Les gusta que les cuentes cosas pero no soportan que les expliques nada. Están absolutamente en contra del tabaco. Sacan buenas notas. Van a colegios públicos. Leen menos que sus padres.

Después de que mi amigo y yo nos pusiésemos al día (trabajo, familia, amigos, series vistas, libros leídos, el culebrón político nacional -«¿a quién votarás tú la próxima vez?», «pues no lo sé, ya les he votado a casi todos…»- y chismorreos varios), mi hijo se puso a contar que estaba fabricando un horno solar paraboloide, de un metro de diámetro, con cartón y papel de aluminio para el trabajo de investigación de su instituto. Y a continuación, el hijo de mi amigo nos contó cuáles eran las mejores universidades norteamericanas para seguir estudiando la trompa (o corno francés) cuando acabase el instituto, y lo que estaba haciendo para intentar conseguir una beca para ingresar en una de esas escuelas.

El foco será para ellos

Entonces, de repente, me di cuenta de que nuestros hijos ya empezaban a ser más interesantes que nosotros. Más fuertes, más ambiciosos, con más futuro.

Y no sentí ni orgullo (el orgullo, como el sentimiento de culpa, no estaba demasiado bien visto en mi casa, uno tenía la obligación de hacer las cosas lo mejor que pudiese, ni lamentarse ni vanagloriarse luego servía para nada), ni pena, ni nostalgia, ni miedo. Me sentí afortunada.

Pasamos muchos años tirando de nuestros hijos, dándoles la mitad de nuestra energía y de nuestro impulso, alimentándolos, empujándolos, iluminándolos. Y de repente, un día, vislumbras a lo lejos, o ya no tan lejos, la fuerza que tendrán, la pasión que han heredado, el equilibrio, la luz. Y entiendes que dentro de un tiempo el foco de la vida estará encima de ellos y nosotros pasaremos a ser personajes secundarios. No pasará mañana, no pasará pasado mañana, pero pasará. Y será señal de que no hemos hecho las cosas tan mal. Y nos bajaremos del escenario con una graciosa reverencia y un beso lanzado al aire.