Legitimar la mala praxis

Mariano Rajoy vota en un colegio de Madrid

Mariano Rajoy vota en un colegio de Madrid / jma

XAVIER GINESTA

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El "si se puede" que cantaban los militantes del PP ante la sede del partido en la calle Génova de Madrid era el grito burlón de la vieja política contra los defensores del cambio. La burla contra una sonrisa teñida de lila que se fue apagando, poco a poco, por mucho que las encuestas hacían presagiar una noche de éxitos continuados. Miopía demoscópica, precisamente de un partido creado en las entrañas de una facultad de Ciencia Política y conocedor de todas las artes de los spin doctors. Crueldades del destino. La sonrisa de los militantes populares servía para entronizar de nuevo Mariano Rajoy, que espera formar gobierno antes de un mes. Quizá es demasiado optimista, si tenemos en cuenta que la lectura general de los resultados es similar a la de hace seis meses (al margen de la evidencia del voto prestado del PP a Ciudadanos, que ahora ha vuelto a casa). La gente sabía que votaba y ha vuelto a pedir lo mismo: pactar, ceder, negociar.

No obstante, España hizo bueno aquello de "más vale malo conocido que bueno por conocer", sobre todo cuando los mercados se tambalean desde San Juan con el triunfo del Brexit en Gran Bretaña. Europa: mundo volátil, sociedad líquida, herencia westfaliana. Demasiada utopía en el discurso de Podemos, que durante la campaña tuvo que combatir a un fuerte pragmatismo del PP que asentaba su relato sobre la creación de puestos de trabajo y la experiencia de gobierno. Y también tuvo que hacer frente a la movilización de la vieja guardia del PSOE que quería evitar el sorpaso a cosa de lo que sea (apelando a los sentimientos o haciendo demagogia de las desigualdades existentes entre regiones del caduco estado de las autonomías).

El proyecto de Podemos podría tocar techo. Sólo en Cataluña y el País Vasco han podido asentar su dominio, en un mapa autonómico que ha quedado teñido de azul. Dice poco de los que ya se creían, al inicio de la noche electoral, repartiendo los ministerios. Pero España es un país de "matriz franquista" --citando la lucidez del presidente Artur Mas-- que prefiere la comodidad de vivir enquistada en la política del turno pacífico que arriesgarse a castigar a los que empeoran permanentemente la salud democrática del Estado. Y, claro, cuando las opciones al binomio PP-PSOE en muchas autonomías se resumen en la utopía de Podemos o una marca blanca del PP, hoy de nombre Ciudadanos, aún se hace todo más complicado. Faltan ideas, demasiada trivialización y, concretamente en Cataluña, falta trabajar más decididamente para unificar políticamente y hacer crecer socialmente el espacio soberanista.

El "si se puede" en la calle Génova era la autorización de facto de la ciudadanía a que el nuevo Gobierno (del PP, pero veremos quién lo capitanea) pueda continuar enredando el personal diciendo que España nunca ha sido intervenida por la Unión Europea, ahogando las autonomías a costa de mal repartir el techo de déficit y, sobre todo, hacer de la corrupción política una praxis aceptada por todos. El "si se puede" legitima el clientelismo español, sea orquestado por el PP o cualquier otro organización amante de la picaresca; es un "si se puede" actuar contra la disidencia política falsificando pruebas comprometedoras, como supuestamente reveló el diario Público el final de la campaña electoral. Si con la tromba de críticas que recibió el candidato del PP por Barcelona (el actual ministro Fernández Díaz) por, presuntamente, haber orquestado con Daniel de Alfonso la judicialización del proceso soberanista catalán, los conservadores todavía ganaron un escaño más en Cataluña quiere decir que este país de matriz franquista todavía tiene mucha autocrítica para hacer. Y, desgraciadamente, ya debe ser demasiado tarde para pedirla. Yo soy de los que prefiere irse.