MI HERMOSA LAVANDERÍA

Mira que está lejos Japón

Mira que está lejos Japón

Mira que está lejos Japón / EL PERIÓDICO

ISABEL COIXET

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Trece horas de avión desde París. Trece horas que transcurren entre la anticipación, el sueño, las películas en una pantalla mínima, el invariable pollo con salsa y las botellitas de aliño para la ensalada que acaban en el suelo, el aire acondicionado que siempre está demasiado alto o demasiado bajo, los catálogos manoseados del duty free... La llegada a Tokio son 60 kilómetros desde el aeropuerto en un tren rápido lleno de viajeros soñolientos y voces femeninas agudas e infantiles. Fábricas, moteles, Disneyland... Salir de la estación a una mañana gris. Es entonces cuando el auténtico Tokio empieza para mí: el de los viejos taxistas con gafas y guantes blancos y tapetes en los respaldos. La ciudad desfila por la ventana del taxi como en un sueño.

Todo me resulta familiar aunque con la distancia del cansancio es como si lo viera por primera vez. El hotel de 50 pisos donde me toca una habitación en el piso 38. La chica amable hasta decir basta que me enseña la habitación. El mecanismo para cerrar las cortinas, el minibar. Cuando me quedo sola, me acerco a la ventana. Tokio se extiende como una ilustración. No es real. No puede ser real. Evito la trampa de tirarme en la cama. Salgo a la calle y cojo el metro. En la estación de Nihombashi las personas se cruzan sin rozarse como en una coreografía perfecta. Me pierdo. No voy donde quiero, pero no me importa. Acabo en un barrio que solo está vivo por la noche, pero me gusta verlo así, dormido como yo. Es un barrio que no parece pertenecer a la ilustración irreal que se veía por la ventana del hotel. Con callejones estrechos llenos de plantas, ancianas que las riegan y cocineros fumando en la puerta de locales de ramen que todavía no han abierto. Gatos y bicicletas. Tiendas minúsculas que solo venden cerámica o guantes o vinagre.

Acabo tomando un café en un bar muy pequeño cuyas paredes están llenas de fotos de actores de las películas de los años 50 de Mikio Naruse. Suena una banda sonora que me resulta muy familiar, pero que no acabo de situar. No hay nadie en el bar aunque son las doce de la mañana. La chica de pelo naranja que se ocupa del local me dice que es la banda sonora de El gran miércoles. Estamos un rato en silencio escuchando la música, que no parece fuera de lugar. Se está bien, pero tengo que irme o me dormiré. Me voy a caminar hasta que me pierdo otra vez. Las calles empiezan a parecerse todas. Un hombre con traje me ve perdida y me acompaña hasta el metro, que estaba solo a dos calles. Nos despedimos con reverencias. Esas reverencias que la primera vez que fui a Japón me parecieron marcianas y ahora me parecen absolutamente naturales. Como en un sushi bar aséptico un calamar con sal espectacular.

YA SON LAS SIETE DE LA TARDE cuando llego a Shinjuku. Esta vez sí sé el camino. No me pierdo cuando me adentro por las calles de Golden Gai en busca de un lugar que lleva abierto 30 años: La Jetée. Subo la estrecha escalera y me paro un momento ante la puerta. Cada vez que vuelvo, tengo miedo de que esté cerrado o de que otros dueños, como ha pasado en otros locales del barrio, ocupen el lugar. Abro la puerta y saludo: “Tomoyo-san!”. “Isabel-san!”. Nos echamos a reír y, ahora sí, ahora sé que he llegado a Tokio.