Crisis económica y reforma de las estructuras del Estado

Después del 9 de noviembre

Las quejas catalanas contra la incompetencia y la corrupción pueden llevar también a otras comunidades a pedir cuentas

JOSEP FONTANA

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El 9 de noviembre ha pasado, sin que se produjera ninguna de las catástrofes anunciadas. Hubo una movilización cívica que se desarrolló en paz y orden, y que contó con el apoyo de cerca de 2,5 millones de ciudadanos, una cifra menospreciada por quienes el 12 de octubre pasado no fueron capaces de llevar a la plaza de Catalunya, con una flota de autobuses, más allá de treinta o cuarenta mil personas. Se han oído desde Madrid algunas voces razonables que valoraban lo sucedido, pero la mayoría de las reacciones se han movido en los terrenos del insulto y la amenaza. Entre las opiniones que condenaban la consulta destaca la del jefe del Estado Mayor del Ejército que la ha interpretado en términos de metrópoli y colonias. Se agradece la sinceridad.

No entiendo, sin embargo, que se pretenda criminalizar a sus organizadores con el argumento de la fidelidad a una Constitución que no se cumple. Alguno de sus artículos, como el 47 -«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada»- parece claro que no corresponden a una realidad como la de la España actual, en que ha habido 162.862 órdenes de desahucio en los dos últimos años, sin que el Gobierno haya tomado medidas necesarias para cumplir con su obligación constitucional.

Una Constitución que, por otra parte, no ha servido ni para protegernos de los ataques a nuestras libertades -reforma laboral, ley mordaza, desmantelamiento de ayuntamientos-, ni para poner coto a la corrupción que ha ido adueñándose gradualmente de la política española hasta llegar a los mayores extremos conocidos en toda su historia. Hace dos siglos, José Joaquín de Mora definió lo que ocurría en este país, en un tiempo en que la Constitución era pecado, con un verso que, mutatis mutandis, podríamos aplicarnos: «¡Viva la religión! ¡Vamos robando!».

Y mientras tanto están ocurriendo cosas verdaderamente importantes, de las que se desentienden nuestros gobernantes, empeñados en convencernos de que hemos recobrado ya la prosperidad. Algo que desmienten los datos ofrecidos en las 686 páginas del Informe Foessa del 2014 «sobre exclusión y desarrollo social en España». O, de forma más directa e impactante, los que nos proporciona el estudio de Unicef, Children of the Recession, que analiza las consecuencias de la crisis sobre el bienestar de los niños en «los países ricos» y nos enfrenta a esta dura constatación: entre los 41 países analizados, España presenta una situación desastrosa, tan solo superada por Letonia y Grecia, con un 36,3% de sus niños sumidos en la pobreza y, lo que es peor, figura entre los países en que esta tasa ha crecido más en los últimos años. Lo que esto puede significar para el futuro, si no se ataja esta situación, debería ser la principal preocupación de nuestro Gobierno, porque otros males, como los del desahucio y del paro, pueden remediarse, pero las insuficiencias en la alimentación de los niños van a limitar su desarrollo físico e intelectual de manera irreversible. Nos estamos jugando el futuro de una generación, y ese debería ser el objetivo fundamental de nuestra política.

Si el presente es francamente malo, el futuro no parece que vaya a ser mejor, de acuerdo con las previsiones publicadas en Expansión el 22 de noviembre, con el título de Viaje a la España de 2019, donde, tomando como base «las últimas estadísticas del Fondo Monetario Internacional», no solo se afirma que «ni el PIB ni el paro ni la inflación ni la inversión ni el déficit se recuperarán en el próximo lustro», sino que se concluye, a partir de estimaciones de PwC, que no se volverá a alcanzar el nivel anterior a la crisis «ni en el 2033». Eso si la subida de los tipos de interés que se anuncia a corto o medio plazo no agrava la situación de una economía como la española, fuertemente endeudada, ni se produce otra recesión en la eurozona, como hay indicios de que pueda suceder.

Este panorama de desastre no es, sin embargo, inevitable, sino que depende de la continuidad de una actuación política equivocada. Añadan a ello la persistencia de las reglas de un juego que impone una desigualdad social creciente y tendrán el cuadro de los principales condicionantes de estas previsiones que anuncian la continuidad de la pobreza para los próximos 20 años.

No es razonable pedir a los ciudadanos que acepten mansamente estas perspectivas. De modo que la reacción de los ciudadanos catalanes que desde el 2012 están reclamando a su manera un cambio radical que les libre de tanta corrupción y tanta incompetencia puede que no sea más que el anticipo de un futuro no muy lejano en que los de otras comunidades levanten también la voz y empiecen a pedir cuentas. Que hay sobrado motivo para hacerlo.