¿Derecho a decidir? Así no, gracias

"No parece muy democrático obviar todo pronunciamiento de quien, a día de hoy, tiene intereses importantes en Catalunya"

La Diada del Onze de Setembre en el Fossar de les Moreres.

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CARLOS HUGO PRECIADO DOMÈNECH

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En el actual contexto económico, social y político catalán, el llamado derecho a decidir ha cobrado un protagonismo casi monográfico en el debate público. Todo el mundo está de acuerdo en que el pueblo tiene derecho a decidir. Un consenso similar se obtendría si se pretendiera organizar una consulta sobre la libertad, la igualdad o la justicia social. La cuestión cambiaría radicalmente si pasáramos a concretar qué es lo que tenemos que decidir, en qué tenemos libertad para hacer, en qué somos iguales y hasta dónde llega la solidaridad. Con el único fin de lograr un consenso se sacrifican esos contenidos en la hoguera de las obviedades, de modo que el mensaje que se está lanzando es claro: "Ahora toca decidir, y después ya os diremos qué es lo que habéis decidido y las consecuencias en vuestras vidas".

Hay un claro miedo a discutir sobre contenidos, pues eso liquidaría el consenso. Por eso a quien cuestiona --¿qué hay que decidir?, ¿quién debe decidir?, ¿cómo se ha de decidir?, ¿cuándo se debería decidir?, ¿por qué tenemos que decidir?, o cuestiones como ¿quién pagará las pensiones?, ¿nos mantendremos en la UE?, ¿tendremos que cruzar una frontera con pasaporte para ir a Valencia Aragón?, ¿qué tipo de Estado será ese futuro Estado catalán?-- el discurso oficial lo acusa de enarbolar el discurso del miedo.

Así, al pueblo se le pide fe y que se deje de razones porque las razones que pueden condicionar las decisiones individuales no son otra cosa que miedos. Dinámicas maniqueas de este tipo, que hacen imposible situarse fuera del binomio unionistas/independentistas, son formas de manipulación social que pretenden el etiquetado de la población para definir frentes, medir fuerzas y trazar estrategias que sirven a unas élites políticas en plena crisis de credibilidad pero no contribuyen a convencer a mucha gente razonable que ve sin respuesta preguntas esenciales sobre su vida y su futuro.

Ante esta situación de crisis de la razón, tratemos de hacer un análisis desapasionado y razonable de las cuestiones que se plantean en torno al derecho a decidir.

¿Qué tenemos que decidir?

Se dice que debemos decidir tener un Estado propio, diferente del resto de España. Y lo tenemos que hacer "nosotros", el pueblo catalán. Que el catalán es un pueblo o una nación nadie lo puede poner en duda, pero deberíamos precisar qué es un pueblo o nación atendiendo a las concepciones propias del derecho internacional, pues un Estado es, entre otras cosas, un sujeto de derecho internacional.

Tener un Estado propio es uno de los contenidos posibles del derecho de autodeterminación de los pueblos, que se define como un derecho humano fundamental (artículos 1.2 y 55 de la Carta de la ONU y artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del 16 de diciembre de 1966) y se recoge en la Resolución 2625 sobre los principios de derecho internacional referidos a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados (25ª Asamblea).

Desde esta óptica, la primera cuestión que surge es :¿el pueblo catalán radica solo en la comunidad autónoma de Catalunya o más bien abarca todos los territorios de lengua catalana: Rosselló, Comunidad Valenciana, Islas Baleares, la Franja? Si la respuesta es esta última, la decisión de tener un Estado propio, como pueblo, no le correspondería solo a la actual comunidad autónoma catalana, pues esta es solo una parte –aunque importante- del pueblo catalán. Por lo tanto, identificar pueblo catalán con comunidad autónoma de Catalunya es un ejercicio de reduccionismo que no podría -desde la óptica internacional- significar que cualquier decisión tomada solo en Catalunya como comunidad autónoma fuera una decision del pueblo catalán como tal en ejercicio de su derecho a la autodeterminación.

Llegados a este punto, hay que decir que el derecho de autodeterminación viene limitado en la propia resolución 2625, en el sentido de que este derecho no autoriza o fomenta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos o independientes que se comporten de conformidad con el principio de igualdad de derechos y la libre determinación de los pueblos y que estén dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio sin distinción por motivos de raza, credo o color. Por tanto, los Estados soberanos que ejerzan el poder con legitimidad se benefician de la cláusula de protección de su integridad territorial frente al derecho de autodeterminación de los pueblos que integren el Estado, por lo que ejercer este derecho frente al Estado español supondría afirmar que este no se comporta de conformidad con el principio de igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos; algo difícil cuando, precisamente, en su origen en 1978 hay una decisión del pueblo catalán de constituirse en comunidad autónoma dentro del Estado español.

Además, el sistema político español cuenta con mecanismos de reforma total de la propia Constitución, aunque con la rigidez propia de estos supuestos (artículo 168 de la Constitución), por lo que difícilmente se puede sostener que el pueblo catalán no puede ejercer su derecho de autodeterminación dentro del sistema jurídico, aunque, eso sí, se exijan unas mayorías especialmente reforzadas -como es lógico si se pretende una mínima estabilidad y continuidad de la nueva forma política que pudiera salir de la reforma-, mayorías muy similares a las que se exigen para la reforma del actual Estatut (artículos 222 y 223 del Estatut d’Autonomia de Catalunya y artículo 168 de la Constitución).

Estas reflexiones no suponen que lo que no sea legal no es legítimo, sino que, si se quieren constituir nuevos marcos de legalidad, la legitimidad debe estar bien fundamentada. Y que la identidad, la patria y la mera voluntad, cuando pierden de vista la realidad objetiva de que el fenómeno que conocemos como pueblo catalán va más allá de la actual comunidad autónoma de Catalunya, pierden también la legitimidad de la decisión que se pretende adoptar.

Además, llama la atención que la consulta se quiera hacer en términos binarios (sí / no) sobre una cuestión concreta, cuando las estadísticas que se manejan por el propio Govern evidencian que hay un 25% de la población que no quiere que la consulta se lleve a cabo o bien le es indiferente. Con estos datos, es razonable afirmar que el planteamiento binario de la cuestión, excluyendo otras posibilidades, obligará a un 25% de los ciudadanos a pronunciarse sobre dos opciones que no comparten o no le interesan.

Para concluir, plantear la pregunta en términos binarios del tipo "¿quiere que Catalunya se convierta en un Estado independiente?" excluye del ámbito de decisión otras opciones, que la propaganda oficial llama "terceras vías" y que para mucha gente pueden ser la primera, la segunda o la única opción: Estado libre asociado, Estado confederado, Estado federado, comunidad autónoma, región. Es evidente que toda opción que no entre dentro del escenario binario (independencia sí o no) es bastante molesta para los que están impulsando el autodenominado proceso de transición nacional.

¿Quién debe decidir?

El quién plantea otras cuestiones igualmente importantes. En primer lugar, la supuesta consulta sobre si se quiere que Catalunya se convierta en un Estado independiente se plantea hacer con criterios exclusivamente cuantitativos (una persona, un voto) que no tienen en cuenta la distribución demográfica en el territorio, por lo que resulta obvio que quien decidirá a la hora de la verdad el futuro de la totalidad del territorio será la provincia de Barcelona, que cuenta con 5.536.152 habitantes, en contraste con las de Girona (760.516), Lleida (440.526) y Tarragona (809.328). Sería paradójico que para alcanzar el actual estatus autonómico se hubiera exigido la mayoría del censo en cada territorio (provincia) y para alcanzar la independencia no se exigiera más que la regla ‘una persona, un voto’, relegando la decisión de los territorios (artículos 151 y 152 de la Constitución), que de esta manera no tendrían derecho a decidir.

Un segundo problema es si los ciudadanos del resto de España tienen o no derecho a decidir --o al menos a opinar-- sobre el hecho de que una parte del territorio de España se segregue, con las consecuencias económicas, políticas y sociales que ello implica. No parece muy democrático obviar todo pronunciamiento de quien, a día de hoy, tiene intereses importantes en Catalunya, tanto de orden personal como económico o social. Si lo que se quiere realmente es atender a criterios participativos, cívicos, representativos y democráticos, se debería dar la oportunidad de --al menos-- opinar sobre esta cuestión al resto de ciudadanos españoles, al margen del peso que esta opinión pueda o no tener en el resultado final. En este sentido, la predelimitación del ámbito personal de la consulta allí donde previsiblemente se puede dar una victoria por unos u otros puede ser una estrategia política válida, pero no se puede calificar de mínimamente democrático un proceso que se desentiende de parámetros tan importantes como la densidad demográfica en los territorios o la consulta a todos los individuos y territorios afectados directamente por la decisión.

¿Cómo se debe decidir?

El derecho a decidir no es calificable como democrático si no está precedido de una información completa, veraz y exhaustiva sobre las consecuencias de cada una de las opciones y en qué medida estas afectarían a derechos tan básicos como las pensiones o las prestaciones sociales, las infraestructuras, la relación con España y el resto de países de la UE, el modelo de Estado que se propone, el modelo social... por citar las cuestiones más básicas que razonablemente preocupan a la gente.

Desde las instituciones catalanas se están lanzando mensajes altamente equívocos a la ciudadanía. Por ejemplo, sobre el tema de la permanencia en la Unión Europea, cuando varias instituciones comunitarias y los propios tratados constitutivos de la UE dejan claro que la secesión de Catalunya la dejaría fuera de Europa, con todo lo que eso conllevaría a corto y medio plazo en la vida diaria y los derechos de los ciudadanos.

Querer decidir informadamente no es tener miedo, es ejercer el derecho a decidir con auténtica libertad. Una decisión no informada nunca puede ser una decisión libre, sino un ejercicio de fe. Desde la propaganda oficial no se quiere informar, se quiere que se decida independencia sí o no. Excluir de la decisión elementos importantes en la ponderación de la respuesta es exigir fe por encima de razón; algo que puede convenir a los creyentes o a los patriotas pero no a la gente que se guía por criterios de razón o juicio.

¿Por qué tenemos que decidir?

Aparte de los argumentos de carácter histórico, identitario o de exaltación nacional, los agravios económicos son los que se más se usan para fundamentar el derecho a decidir. Es paradójico, pero no casual, que mucha parte de los problemas de carácter social que hoy sufren los ciudadanos catalanes vengan de unas políticas neoliberales europeas y de un estado de corrupción generalizado, cuestiones que en Catalunya han pasado a un discreto segundo término del debate político oficial. En ningún caso se oye hablar de la soberanía social, lo que resulta lógico porque la patria por la patria une a los patriotas de izquierdas (si eso no es un oxímoron) y los de derechas, pero la patria como medio de emancipación de las clases desfavorecidas excluye del consenso transversal a las gentes de izquierdas, que priorizan el discurso social por encima del nacional.

En la situación de grave crisis social que padecemos, la respuesta a por qué debemos decidir no se puede limitar a “porque sí, porque tenemos derecho”, sino que debe ser un razonamiento que incluya algo de solidaridad y responsabilidad social. No se pueden seguir blandiendo argumentos de carácter identitario y de exaltación nacional para enfrentar a gente que convive pacíficamente. Se están promoviendo desconfianzas, rencores y resentimientos entre la ciudadanía, lo que unido a la grave situación de crisis social puede desembocar fácilmente en extremismos de todos los signos que hagan peligrar la convivencia, como es bien patente en los países de nuestro entorno y en la misma España, donde están empezando a resurgir movimientos de ultraderecha basados en la exaltación nacional y la intolerancia.

Finalmente, la Constitución ha proporcionado un marco convivencial que ha dado al pueblo catalán un grado de autonomía y libertad muy superior al que ha tenido durante siglos, incluso superior al que se tenía antes de 1714. Por eso valdría la pena intentar mejorar este marco convivencial en vez de romperlo, pues a menudo es más fácil reparar que destruir y construir de nuevo. Decidir es un derecho de toda persona y de todo pueblo, pero la decisión ha de poder adoptarse informadamente, ponderando los pros y los contras desde la razón y desde la voluntad de convivir y mejorar la situación social y no desde el identitarismo, la rauxa, el resentimiento o el odio.

Por todo ello, cabe concluir que en todo proceso constituyente hay que respetar unos parámetros básicos para que pueda ser considerado democrático, y en estos momentos el proceso sobre el derecho a decidir que se está llevando a cabo en Catalunya tiene un déficit democrático algo más que preocupante.