ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Ahora mismo crecen

Ilustración Trueba

Ilustración Trueba / periodico

David Trueba

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Ahora mismo hay una generación que crece mirando el miedo en la cara de sus padres. Niños que escuchan hablar a sus mayores en un susurro, con el gesto de preocupación. Algunos los han visto perder el trabajo, pero lo que seguro les han visto perder son sus certezas. Los padres transmiten a sus hijos una rara seguridad, basada muchas veces en el mito de la experiencia, pero cuyo rasgo más positivo es extender una red de seguridad para proteger a quien aún no se vale por sí mismo. En un gesto de mamífero, los padres dicen ya verás, escucha bien lo que te digo, tú hazme caso. Pero esta crisis de ahora despoja de esas seguridades a demasiadas personas. La sensación de que los padres verán empobrecerse la vida de sus hijos es un rasgo desacostumbrado, que genera formas de ansiedad desconocidas en las últimas décadas.

El azar quiso que hace unas semanas me encontrara con la hija de mi primera novia. Mi primera novia no fue cualquier cosa. Aún recuerdo el día en que la conocí. Teníamos 12 años y tardé en enamorarme como un poseso alrededor de medio segundo. La infatuación duró varios veranos. El verano era el único territorio en el que nos veíamos. Así que de septiembre a julio experimentaba un extraño vacío en mi interior. Algo faltaba. Cuando llegaba el verano, en cambio, la angustia era distinta. Nos veíamos, pero la incandescencia no acababa de consumarse en nada serio, éramos amigos, compartíamos una pandilla y como en aquel tiempo no había teléfonos móviles, confesarse mutuamente lo que sentíamos precisaba de un brote de atrevimiento y descaro del que carecíamos. Puede que aquella espera febril alimentara aún más la pasión. Cuando finalmente entablamos una relación táctil, el mundo comenzó a abrirse ante mis ojos de una manera completamente insospechada. Nada que cualquier persona no haya experimentado de modo similar. Al ver a su hija el otro día, que ahora tiene 17 años, no pude por menos de reconocerla como la hija de su madre. Y puede que no me volviera a enamorar sencillamente porque ya no tengo 12 años.

Mantuvimos una ligera conversación. Le pregunté por su madre y dejó escapar una sonrisa pícara, que delataba que ya había oído hablar de mí por algún cuento nostálgico o el anecdotario de novios de la infancia en un rato de confesiones entre madre e hija. Luego me dijo: está bien. Pero lo que me conmovió fue la manera en que añadió: aunque ahora está

preocupada, se ha quedado sin trabajo.

Ese gesto de protección de la hija hacia la madre, ese detalle que desvelaba una fragilidad de quien debía ser sólido, me dejó ver algo extraño. La solidez venía de la hija, de la juventud, de la fortaleza de quien con descaro se planta ante la vida, traiga lo que traiga. Y pensé que quizá esa generación que crece ahora, atisbando ese miedo en la debacle, tratando de entender unas explicaciones llenas de confusión y enfado con las que seguramente los padres tratan de justificar el mal momento que atraviesan, esa generación nueva que despega, traiga soluciones y esfuerzo, frescura y brillantez a un país al que le han pasado por encima los traficantes de destinos. En ella y en ellos, percibo el futuro más radiante.