Los catalanes más universales

Gaudí y Dalí

Dos figuras veneradas mundialmente todavía encuentran grandes detractores entre sus compatriotas

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XAVIER BRU DE SALA

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Cuando hablamos de catalanes universales debemos establecer una diferencia básica. Universales a lo grande hay dos, que para nuestra demografía no son pocos: Gaudí y Dalí. Estos dos son admirados y conocidos urbi et orbi. Instalados en lo alto de la pirámide jerárquica de los grandes genios, en el olimpo de las artes del siglo XX. Más Dalí, que forma dúo con Picasso por encima de todos los demás, y quizá lo supera como fenómeno popular. Pero sin desmerecer a Gaudí, a quien todavía le quedan metros de reconocimiento y consideración por escalar en Occidente pero no en Oriente, donde pesa más que todo el modernismo europeo. Tras ellos dos viene Miró, que a los ojos del mundo -no hablo ahora de los nuestros, que podrían ser hiperbólicos- es uno de los ocho o diez grandes protagonistas de la revolución artística del siglo pasado y uno de los que han dejado un legado más fructífero. A mucha distancia, quizá injustamente, Tàpies, Casals y los que la benevolencia o autoestima del lector considere oportuno añadir.

Si alguien todavía duda de las afirmaciones precedentes, solo tiene que repasar las cifras de visitantes de la Sagrada Família y de la Casa Milà, que compiten como símbolos de Barcelona (a pesar de la intelectualidad barcelonesa, impotente para pararlo). Solo tiene que considerar que la antigua fundación de Caixa Catalunya puede ser viable gracias a los ingresos generados por el icono mundial de La Pedrera. Solo tiene que comparar las cifras de los visitantes del Museu Dalí de Figueres con las de los demás. Solo tiene que aprovechar para ir a París, digo París, la meca en estos asuntos, donde la gran exposición que le dedica el Pompidou bate récords de público, con colas de horas y horario de apertura hasta la medianoche (¡en París!). No hay ninguna duda, no vale la pena buscar reticencias ni discutir. Quizá este planeta está lleno de espíritus primarios que caen de cuatro patas en formalismos especulativos de feria. Quizá sí. Quizá el canon universal está mal hecho. Quizá Ausiàs March supera a Dante. Pero los lectores del mundo no lo creen así.

Son todavía muchos, entre nosotros, los que deberían corregir su propia mirada, enmendar lo que han dicho, arrepentirse y pedir excusas de lo que han hecho contra Gaudí y Dalí. ¿Cómo es que, mientras son venerados universalmente, tantos catalanes todavía les desprecian? No es una pregunta insignificante. Una consecuencia nefasta, entre otras: que la exposición de París irá a Madrid pero no a Barcelona por desinterés de los que hace unos años la podían haber traído, cuando se gestaba.

Antes de explicar la animadversión catalana, una consideración que deja a su tierra en mejor lugar. Gaudí y Dalí solo se explican en el contexto de este país. Sin los encargos de los Güell, los Milà, los visionarios que impulsaban la Sagrada Família o el apoyo de Maragall, Gaudí existiría pero su obra no. Sin la ebullición creativa de la cultura catalana en los primeros decenios del siglo XX, sin la cercanía de Barcelona a París, el genio de Dalí no habría encontrado un ambiente propicio para estallar. Y no es solo la catalanidad, sentida por ambos de manera incuestionable, sino también -es muy probable- el hecho de que tanto Gaudí como Dalí rimen con rumí, por expresarlo de alguna manera. Sobre su pertenencia a una etnia menospreciada pero abundante en genio no hay ni controversia, como si fuera tabú.

Según la Yourcenar, el tiempo es el gran escultor. No ha tenido que pasar mucho para que eleve a Gaudí y a Dalí a la categoría de cumbres del arte. A lo largo de la historia hemos visto cómo el tiempo actúa de enterrador de prestigios que en su momento habían llegado muy alto. Y, al revés o no, el tiempo consagra con todo el esplendor a aquellos que no ha conseguido destruir.

Como aliados del tiempo cuando ejerce, no de escultor sino de destructor perverso, nuestros antidalinianos y antigaudinianos han hecho lo posible para empequeñecer sus figuras. Incluso para destruirlas. El grueso de la intelectualidad catalana, ya antes en el caso de Gaudí pero con ambos desde la posguerra, ha resoplado y malhablado a diestro y siniestro. A Gaudí no se le perdona el fervor religioso, cuando justamente, al igual que los místicos, este fervor religioso es la clave de bóveda de su inspiración. A Dalí no se le perdona todavía (¡a estas alturas!) que fuera anticomunista, cuando es del todo evidente que el comunismo, como todos los totalitarismos, prohíbe la libertad creativa y castiga de manera inhumana y cruel el sentido crítico de los artistas.