Al contrataque

Las palabras sagradas

Artur Mas, el martes, durante la reunión del Consell de Govern.

Artur Mas, el martes, durante la reunión del Consell de Govern. / periodico

JOAN BARRIL

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A pesar de estar hasta el cuello de una crisis sin precedentes, los políticos se sienten más cómodos en el territorio de lo sagrado. Es la diferencia entre el artista y el conserje del museo. Para conseguir sacar un país adelante se necesita habilidad y conocimiento. Pero para mantener la puerta cerrada a los intrusos y gamberros no hace falta ser un genio.

Es evidente que no se va a hacer nada para solucionar la crisis, porque lo único que se podría hacer, que no es otra cosa que meter en cintura a banqueros y especuladores de los mercados, es misión imposible. El político es, hoy por hoy, un simple delegado de los poderes económicos. Se llenan la boca de democracia pero en realidad de lo que se trata es de mantener una eterna plutocracia, el poder de los más ricos. El político, en los pocos casos en los que es consciente de sus limitaciones, no tiene más remedio que convertirse en un pequeño guardián de las esencias eternas de una patria, de una religión o de una manera de vivir. Cuando la razón científica de la economía fracasa ya solo queda el recurso de refugiarse en la sinrazón de lo sagrado.

El sudario

Parecía que el siglo XXI nos habría liberado de la liturgia de las grandes palabras. Pero cuando el paro aumenta, los precios se disparan y el Estado del bienestar se hunde, ya solo queda envolvernos en el sudario deshilachado de unos principios aletargados. Mientras en Grecia emerge con violencia la exaltación de la greguitud como antídoto a la inmigración o en la pacífica Holanda aparecen victoriosos líderes xenófobos, aquí se ha tenido que recurrir a la sagrada unidad de España para evitar que los catalanes hagan incursiones por los senderos de la secesión. Pero la apelación a lo sagrado no es un arma únicamente defensiva. Cada vez que el presidente Mas levanta la mano para mostrar con sus cuatro dedos el símbolo del escudo de Jofre el Pilós también recurre a conceptos donde hay más emoción que cálculo. Las palabras sagradas nos impiden pensar en el uomo cualunque, el hombre cualquiera, para ceñirnos a la verdad indiscutible de los pueblos y de sus representaciones. Y eso, la verdad, no dice mucho en favor de la política entendida como una actividad que intenta una mayor felicidad de los ciudadanos y no un incremento de la frustración.

Lo cierto es que la crisis nos ha apartado de nuestra condición de laicos. Vivimos en una sociedad donde el orgullo se impone a las soluciones y los símbolos pequeños se exageran hasta convertirse en causas enormes. Lo pudimos ver el otro día cuando ese hombre bueno llamado Joan Herrera publicó su patrimonio personal en la esperanza de que los otros candidatos le imitaran. El patrimonio confesado de Herrera era fácil de comprender. Pero el hombre añadió como perla de su riqueza moral la posesión de dos bicicletas valoradas en 600 euros cada una. A veces, de tanto querer demostrar aquello que somos, acabamos rozando el ridículo. La bicicleta sagrada, la jura de la bandera, la España indestructible, el «no pasarán». Y mientras tanto, hemos batido el récord de parados de nuestra historia.