el pianista del majestic // ARTURO San Agustín
Museo
En estos tiempos, donde lo espectacular o lo grande se confunden con lo grandioso, siempre se agradece que un museo como el Marès nos permita acercarnos a algunos objetos pequeños que nos hablan del pasado mejor que muchos historiadores.
No hay historiador mejor que un objeto antiguo de uso cotidiano o festivo. Los objetos, todos los objetos, hablan en voz alta. Lo que pasa es que no los escuchamos. Pero si les prestamos atención, si vamos, por ejemplo, a ver la colección de porte-bouquets que puede verse en el Museu Marès, entraremos en los salones de la aristocracia y de la burguesía y es muy probable que incluso escuchemos alguna mazurca.
Los porte-bouquets eran una especie de pequeñas joyas prácticas que las mujeres de la burguesía y la aristocracia prendían en sus vestidos o llevaban en la mano. Además de servir para llevar flores, también se utilizaban para guardar el perfume o la lista de baile. Por eso alguna de esas joyas llevaba incorporado un lápiz. En aquellos tiempos del vals y la mazurca, ya saben, los bailes se solicitaban por adelantado y la bella o la rica --las dos especies más buscadas-- hacían una lista con los nombres de los húsares, príncipes o advenedizos que querían bailar con ellas.
Ayer, mientras observaba un porte-bouquet francés de 1850, pensé en las patillas del príncipe de Salina, en ese don Fabrizio que el escritor siciliano Tomaso di Lampedusa nos regaló en su novela El Gatopardo. Ese príncipe literario, contemporáneo del porta-bouquet francés de 1850, me devolvió al muy sudado jesuita padre Pirrone, al perro Bendicó, al nuevo rico Calogero Sedara y, desde luego, a su hija Angélica, que, así es el cine, será ya para siempre Claudia Cardinale.
Claudia Cardinale o Angélica también anota la lista de quienes quieren bailar con ella, que son todos. Sin embargo, es ella, la guapa Angélica, quien le pide a don Fabrizio que le conceda una mazurca. Al príncipe se le alegran las patillas, pero, prudentemente, declina el ofrecimiento. Solo le acepta bailar un vals. La mazurca, eso le dice, le haría sentirse falsamente joven.
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