LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

La Gormanda: una mujer con poderes 'gastro'

Carlota Claver afronta su primer negocio en solitario sin miedo a los caracoles, las crestas de gallo y las galeras

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PAU ARENÓS

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Los mini churros rellenos con crema de setas y cubiertos con parmesano y trufa de La Gormanda sirvieron de bocina para transmitir el mensaje: «Alerta: aquí hay una cocinera con peso». Escribí sobre Carlota Claver y el restaurante que llevaba su nombre Carlota Claver (ahora en otras manos) en el 2014 y si bien aquella fue una comida grata, no encontré los platos centelleantes de ahora. Esos churros son como las piezas de un juego: permiten múltiples farsas y asociaciones.

Le pregunto qué ha pasado en los cuatro años y contesta: «La libertad». Dejar atrás el negocio familiar y establecerse por cuenta propia con su pareja, Ignasi Céspedes. También la acumulación de experiencia y, sin duda, el ir regresando a casa desde las-cocinas-del-mundo. Lo extranjero como secundario y lo local como protagonista.

Y lo más interesante: platos sin adhesión a un territorio, como la calabaza con tocino, trompetas de la muerte y carbonara de piñones, que pertenece a varias tradiciones y a ninguna.

Aplaudamos a quien abre una carta con berenjena confitada y escabeche de puerros y piñones.

Buena de verdad la calabaza, como el huevo a baja temperatura, reducción de cabezas de gambas, vieira y galera. Me gana de nuevo con ese crustáceo acorazado que delata a los cocineros haraganes: lo usan para 'fumets' porque es pesado pelarlo, y sangrante.

«Soy una amante de la galera», dice. Salsear con la yema y  mezclarla con la esencia arcillosa de la gamba es pintar el mar de naranjas.

Cuarta victoria con el erizo, el 'tartar' de ventresca de atún y el realce fresco y picante de la raíz de 'wasabi' rallada al momento. Esplendor en crudos, cocina nudista sin aliños o tangas emboscadores.

Pienso en cómo Carlota ha mejorado en capacidad constructiva y combinatoria, así que el desafío es confiar en la intuición, alejándose de relaciones facilonas (pongo por caso salmón/aguacate o calamares fritos/mayonesa de limón) que han hecho de los restaurantes lugares para inapetentes de la gastronomía.

Creí que me atraerían más las 'gyozas' de 'carn d’olla', otra manera de comer lo histórico, y así habría sido de no aparecer los citados platos. Nada que objetar: para pedir un cucurucho.

Detecto un error en la degustación: a los buñuelos de calamar les falta crujiente y les sobra cítrico. Tampoco cortaría por la mitad la gamba que culmina los pies de cerdo con butifarra negra (de primera) porque el conjunto pierde fuerza, y con esa flaqueza, el genuino sentido del mar y montaña.

Cierro con el bizcocho de té verde, chocolate blanco y helado de nata y jengibre.

Reivindico la feminidad de La Gormanda, palabra que Carlota relaciona con la receta de caracoles aromáticos y especiados (¡caracoles, el último bastión de la resistencia!). Para mí, una 'gormanda' es una mujer con poderes gastro. 

Bebo el tinto Exedra, desmigo pan de Turris y me entretengo mirando por la ventana que da a la cocina, con una mesa en su interior para comensales que deseen una inmersión en aguas culinarias.

Vitoreo la servilleta extra grande y que hayan tenido en la carta crestas y mollejas de gallo, plato con espolones para clientes 'kikirikí'. Ese tipo de rescates que invitan a ir a los restaurantes.