EL ANFITEATRO

Un final liberador de emociones

Los protagonistas de la ópera sobre la pena capital 'Dead man walking' se entregaron a una catarsis cuando bajó el telón por última vez en el Teatro Real

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Rosa Massagué

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En la última representación de una ópera, si todo ha ido bien en las anteriores, se respira un aire de una cierta melancolía, de despedida tras haber convivido los intérpretes dentro y fuera del escenario durante varias semanas y de haberlo hecho con gran intensidad. Si además la obra tiene un gran potencial emocional como es el caso de ‘Dead man walking’, no es de extrañar que el último día los intérpretes dieran rienda suelta a sus emociones en el momento de recibir el aplauso del público del Teatro Real. El barítono Michael Mayes, que interpretaba a Joseph De Rocher, el asesino condenado a muerte y ejecutado, no reprimía las lágrimas en una catarsis liberadora. Lo mismo que Joyce DiDonato que daba vida a la religiosa Helen Prejean. El largo abrazo entre ambos ponía la piel de gallina.

La ópera de Jake Heggie con libreto de Terrence MacNally está basada en la obra homónima de la religiosa sobre la que Tim Robbins, con Susan Sarandon y Shean Penn, ya había realizado una película que le valió un Óscar a la actriz. Se podrá discutir si la música es más apropiada para un teatro de Broadway o uno de ópera, pero lo que está fuera de discusión es la fuerza del tema, que en el fondo es tan operístico como el que más, ya que trata de la redención. El ropaje con que se aborda esta cuestión es el de la pena de muerte y narra una historia que es bien real ocurrida en la Louisiana rural. La ópera no analiza la pena capital desde el punto de vista ético, filosófico o político. Lo hace como un combate espiritual entre la venganza y el perdón.

Estrenada en el 2000, ‘Dead man walking’ ha tenido un gran éxito allí donde se ha programado. Con más de 300 representaciones en diversos continentes, suma casi 60 producciones lo que es insólito en la ópera contemporánea. Este éxito plantea una cuestión interesante, la de su recepción en lugares donde existe la pena capital y lugares donde ha sido abolida.

La carga emocional del mensaje que trasmite la historia hecha ópera de cuánto vivió una religiosa acompañando a condenados en el corredor de la muerte no puede ser recibida de la misma forma en un lugar donde el ordenamiento jurídico contempla la condena a muerte y la ejecución, o en España, por ejemplo, donde las últimas ejecuciones tuvieron lugar hace más de 40 años, en las postrimerías de la nefanda dictadura franquista.

Y posiblemente esta sea la clave de la enorme descarga emocional de los intérpretes cuando el telón bajó por última vez para esta obra en el Teatro Real el 9 de febrero. Michael Mayes nació en el pueblo de Cut and Shoot (curioso nombre que podría traducirse por Corta y Dispara), en Texas. En este estado tienen lugar el 40% de todas las ejecuciones que se registran en EEUU. Hay ahora mismo 243 condenados en el corredor de la muerte, entre los que se encuentran seis mujeres. Es además uno de los estados que cuentan con una de las mayores poblaciones carcelarias. DiDonato nació en una localidad de Kansas, otro estado donde existe la pena capital. Pese a que desde 1976 no ha habido ejecuciones, hay en la actualidad diez condenados en el corredor de la muerte.

Mayes y DiDonato interpretaban una ópera, pero al mismo tiempo estaban haciendo un alegato contra una barbaridad que les resulta muy cercana. De ahí las profusas lágrimas de un hombretón hecho y derecho, y el abrazo con una compañera de tablas a quien además de su profesionalidad se le reconoce su labor en la defensa de los derechos humanos. No escapó a la emoción el resto del reparto en el que estaban Maria Zifchak, Measha Brueggergosman y un nutrido elenco de cantantes de casa, entre los que estaban los catalanes Roger Padullés, Maria Hinojosa, Toni Marsol, Vicenç Esteve y Enric Martínez-Castignani. Dirigía la orquesta Mark Wigglesworth y Leonar Flogia firmaba la puesta en escena.

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