CRÍTICA DE CINE

'The Florida Project': parques temáticos

'The Florida Project' es un filme magnífico y, sobre todo, muy personal, de Sean Baker sobre la vida en un motel

Quim Casas

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En la zona de Florida que retrata el cineasta independiente Sean Baker hay dos tipos de parques temáticos. El que todos conocemos aunque no hayamos estado nunca, multitudinario, de colores chillones, repleto de atracciones, un sitio de paso para un día o un fin de semana a lo sumo. Y el lugar en el que vive la pequeña Moonee durante un verano, un motel con muchas habitaciones, pintado también con colores chillones, otro lugar de paso aunque varios personajes y familias enteras residan allí durante semanas porque no tienen dinero para pagarse un acomodo mejor.

El motel, una gran masa horizontal de ladrillo pintado de rosa, está cerca de Disneyworld, pero el universo Disney, al menos hasta la bellísima secuencia final, es algo prohibido y lejano para Moonee, sus dos amigos, su madre y el resto de personajes que pululan por el motel. Incluyendo al responsable del establecimiento, Bobby, magnífico Willem Dafoe. Porque 'The Florida Project' no es una película coral pese a los muchos personajes que intervienen, sino un relato con dos puntos de vista, el de Moonee, sus travesuras y la relación con su madre, y el del encargado del motel, del que vemos su día a día (el mantenimiento del lugar, cobrar los alquileres, repasar la pintura, echar a un posible pedófilo, poner paz entre disputas domésticas) y las interrelaciones que establece con alguno de los inquilinos.

Este lugar, este motel, desde el que se divisa el mundo de fantasía artificiosa del parque Disney, viene a ser un concentrado de la cara amarga del sueño americano. Pero Baker, que filma con un estilo directo, casi documental, no se regodea en sus miserias, que son muchas, y no solo económicas. Relata de forma casi costumbrista el tejido de relaciones del lugar, los trapicheos de la madre para salir adelante, el ecosistema de la convivencia forzada entre mujeres, hombres y niños que parecen estar de tránsito por el mundo, en un lugar en ninguna parte.

Vemos a la pequeña Moonee y al maduro Bobby, lo que hacen desde el amanecer hasta el anochecer. La cámara va equitativamente de una a otro contando, por el medio, pequeñas anécdotas. Algunos personajes, como el de la madre de la niña, están abocados a la autodestrucción. Pero siempre hay un curioso atisbo de luz, más que de esperanza, incluso cuando la historia deja la observación distendida para arrebolarse en el drama. Un filme magnífico y, sobre todo, muy personal.