CRÍTICA

CRÍTICA | Ottessa Moshfegh: narcisismo tóxico

La autora de 'Mi nombre era Eileen' quiso escribir un 'thriller' al estilo de 'Perdida' y le salió lo contrario

Ottessa Moshfegh.

Ottessa Moshfegh. / KRYSTAL GRIFFITHS / CORTESÍA ED. ALFAGUARA

SERGI SÁNCHEZ

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A veces la literatura te obliga a comulgar con gente con quien, en la vida real, no pasarías ni cinco minutos. Como 'La persona deprimida', aquel magnífico cuento de Foster Wallace que hablaba del narcisismo tóxico de aquellos deprimidos que existen en función de los hombros disponibles para llorar, la Eileen de Ottessa Moshfegh no sabe hablar de otra cosa que de sí misma, esto es, de su desgracia, de su soledad, de su “máscara mortuoria”, de su adicción a los laxantes y su aversión a la ducha, de su padre, expolicía borracho y paranoico, y de unas cuantas miles de frustraciones a cual más sórdida que la convierten en un personaje paradójico en su desmesurada autocomplacencia. Por un lado, es una víctima, y adquiere una suerte de dimensión simbólica como voz de todas las mujeres aplastadas por el horror de la invisibilidad. Por otro, se hace la víctima, obtiene un placer perverso al rebozarse en la basura del mundo hasta tal punto que al lector empiezan a asaltarle las dudas de si su relato, urdido cincuenta años después de que pudiera escapar de su voluntario cautiverio en un pueblo costroso de Nueva Inglaterra, sea o no cierto.

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De esa tensión nace la extraña, perturbadora relación que establecemos con la novela, que se extiende a las propias intenciones de Moshfegh, suficientemente ambivalentes como para enturbiar aún más las aguas. La escritora norteamericana ha confesado que empezó a escribir 'Mi nombre era Eileen' para demostrarse a sí misma y al mundo editorial que podía publicar una novela superventas, en la vena del ‘thriller’ neobarroco de 'Perdida', aunque es obvio que el resultado es más bien lo contrario: es un retrato psicológico cavado en las ambiguas profundidades del yo, que a veces parecería dejarse tentar por un feminismo mal entendido si su objeto de estudio, que nos habla desde una primera persona tan absorbente como autoconsciente de su singularidad, no resultara tan hostil y antipático.

El ‘thriller’ no llega hasta el último tercio de la novela, hasta ese momento carente de acción, sonámbula en la belleza trastocada hasta la náusea de su prosa. La aparición de Rebecca, la nueva directora educativa del reformatorio donde Eileen quema sus días como administrativa, allá por 1964, es análoga a la de una improbable 'femme fatale' que lleva inscrito el peligro en el humo de sus cigarrillos. La relectura que Moshfegh hace de ese arquetipo de la novela negra es a la vez sorprendente y discutible: el crimen que une a ambas mujeres bajo la luz de la justicia poética no pertenece al dominio de las mantis religiosas. Si Eileen es un personaje creíble, a pesar de estar atravesado por la fantasía de sus pútridas ensoñaciones, Rebecca es una incongruencia voluptuosa, y sus actos carecen de la más mínima verosimilitud.

Tal vez es el modo en que Moshfegh quiere coronar el deseo de liberación de su protagonista, encarnando la proyección de sus anhelos en una mujer que no tiene nada que ver con ella y le sirve como resorte para atreverse a hacer lo que siempre había imaginado. En teoría, ese tercer acto subvierte las expectativas del lector, y por extensión, las del género que Moshfegh quiere imitar. En la práctica, resulta demasiado brusco para integrarse en el orgánico flujo de la expresión de un yo torturado y torturador.