El mito hecho a medida

Es tentador y gratificante imaginar que el Lennon actual sería un artista ejemplar

JORDI BIANCIOTTO

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John Lennon podría ser hoy un mesías del rock envuelto en retórica pacifista envasada al vacío. O un trovador alejado del ruido, que entregara prestigiosos discos anticomerciales desde su madriguera en el edificio Dakota. Quizá se habría apartado del show business, como David Bowie y Joni Mitchell, o lanzaría discos con frecuencia, como Neil Young y Bob Dylan. No podemos saber qué haría hoy Lennon si viviera, pero sí sabemos qué nos gustaría que hiciera. Nos ha quedado una imagen de él tan idealizada, mezcla de lucidez visionaria y genio artístico, pasando por alto contradicciones y pasos en falso en su carrera, que es gratificador esbozar el retrato de un Lennon ejemplar de 75 años para que nuestra conciencia se concilie con la mitología.

La mayoría de sus contemporáneos que siguen en activo viven, en gran medida, de sus logros de juventud: el mundo no desea tanto un nuevo disco de los Rolling Stones como un concierto del grupo tocando sus clásicos. Así que la prematura muerte de Lennon, a los 40 años, quizá nos ahorró el espectáculo de su paulatina conversión en un objeto nostálgico. De ser así, hubiera sido una claudicación, puesto que, a lo largo de los años 70, enfatizó una y otra vez su desinterés por los logros pasados, su afán por distanciarse del culto beatle, de una etapa que asociaba al aprendizaje estudiantil. Cuando nos dejó rechazaba la sola idea de la banda de rock, propia de la edad adolescente. Era el músico maduro, autónomo, que reclamaba el derecho a no hacer aquello que se esperaba de él.

Años de silencio

El último Lennon era un Lennon rebotado con su pasado, que, tras el final de su vínculo con Apple Records y EMI, en 1975, había interrumpido su carrera en seco para refugiarse en su apartamento neoyorkino, grabando música a su antojo sin un destino preciso y cultivando la vida familiar (acababa de nacer su segundo hijo, Sean). Fueron cinco años de silencio, una eternidad para los estándares de la época (los grandes del rock solían publicar disco cada año o cada dos a lo sumo), rotos por fin, solo tres semanas antes de ser asesinado, por la edición de Double fantasy. La portada de aquel álbum póstumo le mostraba besando con serenidad a Yoko Ono, figura que, en la literatura beatle, venía a ser una estereotipada, infantil (seguramente sexista), encarnación del mal. Mensaje implícito a los fans de los Beatles: chicos, aceptadlo, esta es mi vida y no podréis cambiarlo. Una actitud radical, acaso punk, en oposición al más bien amoroso contenido del disco.

En Double fantasy había dos clases de canciones, las de Yoko Ono, más bien excéntricas, y las de Lennon, que tendían a un rock adulto confortable, rico en mensajes regeneradores (la idea de empezar de nuevo) y sentimentales: declaraciones de amor a su esposa y su hijo. El contraste entre esa candidez y el inminente tiroteo que iba a acabar con su vida es despiadado. Pero el disco invitaba a imaginar al Lennon de mediana edad u otoñal que estaba por venir, apartado de las estridencias y las catarsis del pasado (recordemos el rock crudo de la Plastic Ono Band y canciones como la airada God, que concluía gritando «no creo en los Beatles») y luciendo vida hogareña no tanto como una provocación sino como el simple y llano reflejo de alguien que había quemado etapas a una velocidad supersónica y que necesitaba consolidar un centro de gravedad existencial estable.

Menos revolucionario

Tiene sentido, ¿verdad? Tras 13 años en el ojo del huracán, de los 22 a los 35, en 1975 Lennon se había fijado la ambiciosa meta de llevar una vida retirada, sin exhibicionismos. Era improbable que no fuera consciente de que apartarse del ojo público no hacía más que aumentar la demanda del fan e intensificar su aura mítica. Pero, cuando volvió, sus canciones para Double fantasy eran rematadamente convencionales en comparación con obras anteriores. Aunque es audaz imaginar que Lennon se hubiera quedado ahí para siempre.

Según cómo, había un factor generacional. Entrados los años 80, muchos creadores de prestigio del rock, asociados en sus inicios a la creatividad revolucionaria, la ruptura de moldes, la extravagancia o el peligro, emprendieron ciclos de dulcificación de su obra y la hicieron más confortable: el giro hacia la radiofórmula de Eric Clapton y David Bowie; los discos higiénicos de Lou Reed, Van Morrison o Elton John. Por no hablar de Dylan, muy manso en sus álbumes religiosos, y que sometió a sus fans a un shock emocional bailando en la escena final del vídeoclip Tight connection to my heart, a ritmo de reggae ligero. Más adelante, casi todos trataron de recuperar los pliegues o incluso el sentido del riesgo de los viejos tiempos. Pensemos en Dylan y su correctivo folk a partir de los 90, rumbo a las raíces afroamericanas.

Es tentador y agradable imaginar que Lennon podría haber seguido una trayectoria semejante, y que, tras una fase autocomplaciente a los 40, habría vuelto a mostrar los dientes a los 50 y más allá, y que hoy sería un artista impermeable a la banalidad, refractario al folclore del entretenimiento, a las concesiones, a las giras de grandes éxitos, a los discos de dúos... Por supuesto que ese Lennon perfecto existe, pero tan solo en ese espacio libre, apasionante, geográficamente circunscrito al perímetro de nuestras cabezas. Un lugar en el que la memoria es selectiva, donde sus puntos débiles son olvidados. Ahí, el autor de Imagine nunca grabó discos menores (como, por ejemplo, Some time in New York City, que no gustó ni a críticos ni a fans), no ocultó a su primera mujer, Cynthia, para ganarse a las fans, ni exageró sus orígenes obreros (en realidad era de clase media) para aportar barniz épico a su biografía.

¿Se habrían reunido los Beatles de haber seguido vivo Lennon? Estadísticamente es probable: todas las bandas históricas han vuelto de un modo u otro (con pocas y curiosas excepciones, como Abba). ¿Quizá con un móvil benéfico? Difícil: estaba escamado tras aventuras como el Concert for Bangladesh, que llegó a tachar de fraude. «No se molesten en enviarme basura del tipo 'ven y salva a los indios, ven y salva a los negros, ven y salva a los veteranos de guerra'», advirtió poco antes de morir en una jugosa entrevista a Playboy. Yoko Ono se lo imaginaba, en unas declaraciones de hace pocos años, encantado con los modernos ídolos pop como Lady Gaga y muy activo en las redes sociales. Quedémonos, pues, con ese Lennon imaginado, el héroe de la cultura pop que habría sabido envejecer con dignidad y curiosidad, y sin sobreactuaciones. Aunque lo deseáramos, difícilmente podríamos destruirlo.

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