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La hora de Jane Gardam

JORDI PUNTÍ

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A principios de los años 80, la literatura británica produjo  una hornada de jóvenes autores que renovaron el panorama literario. Nombres como Julian BarnesMartin Amis o Kazuo Ishiguro publicaron entonces sus primeros libros y, al mismo tiempo, las editoriales prestaron más atención a los autores de las antiguas colonias, como Salman Rushdie o David Malouf. Gracias al éxito inmediato, muy pronto se convirtieron en autores traducidos y aclamados en medio mundo. Esta situación, sin embargo, tuvo un contrapunto negativo: de repente, toda una serie de autores de la posguerra, con una obra sólida iniciada en los años 50, quedaron fuera de juego.

La mayoría eran mujeres y, a pesar de mantener su prestigio en el Reino Unido, casi desaparecieron de la escena internacional. Quizá los dos casos más claros sean Iris Murdoch y Muriel Spark, pero hubo muchos más. Últimamente parece que este olvido se va corrigiendo y varias editoriales han buscado en ese caudal literario para extraer obras notables. El caso de más éxito es La librería, de Penelope Fitzgerald (Impedimenta), pero también La fotografía, de Penelope Lively (Contraseña) o algunos títulos de las mismas Spark y Murdoch. Por méritos propios, yo añadiría a otra gran autora: Jane Gardam.

Gardam tiene 84 años y ha publicado más de 30 títulos. Hace dos años, Salamandra mandó traducir una de sus novelas más celebradas, El viejo juez. Contaba la vida de un juez nacido en Malasia, hijo de un militar británico, y que hacía carrera trabajando en Hong Kong. La infancia solitaria en Gran Bretaña, el matrimonio con una mujer de carácter y la rivalidad con otro juez eran los ejes de la novela. El estilo de Gardam es todo un festival: emotiva, divertida, luminosa y con un gran oído para los diálogos.

Ahora Salamandra ha publicado La mujer del juez, que retoma los mismos personajes pero centrándose en la vida de Betty, la mujer del viejo juez, y el festival Gardam sigue al mismo nivel. Leerla es como reencontrar unos viejos conocidos y, de golpe, darse cuenta de que los añorabas más de lo que estás dispuesto a reconocer.