Análisis

'Big data': bailando con lobos

RAMON J. MOLES

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Los gestores de internet y de las redes sociales acrecientan a ritmo acelerado las políticas de control y apropiación de datos. Al intento de Facebook de apropiarse de la información que aloja podemos sumar muchas otras evidencias: Instagram, Linkedin, Whatsapp, Google o Twitter. Sin embargo, todas estas políticas requieren de un cómplice: nosotros mismos, los usuarios, puesto que los operadores trabajan y comercian con datos que voluntariamente les facilitamos, los llamados big data.

El mito de las redes sociales oculta una realidad mucho más simple desde el punto de vista de su estructura: en realidad, hay diversos nodos centrales que disponen de un control casi absoluto de la red en cuanto a la gestión de datos que acumulan. Es cierto que, si nos referimos a la gestión de las opiniones en internet, estas se pueden vehicular con un elevado grado de libertad y construir así un espacio de opinión de no control aparente casi ilimitado. Sin embargo, y a pesar de no ser del todo cierto lo primero, en cuanto a la gestión de datos claramente esto no es así.

Con nuestros datos los operadores explotan informaciones voluntariamente facilitadas por nosotros mismos que, debidamente comercializadas, generan ingentes beneficios. Así, el modelo de gestión de contenidos y de acceso a la información es gobernado por el administrador de la red, quien no va a renunciar fácilmente al férreo control difuso que ejerce sobre la misma. Es, por tanto, un modelo que no es neutro ni libre. La cuestión es poder distinguir entre voluntariedad y plena conciencia de la puesta a disposición de los datos a favor de los operadores. En otras palabras: ¿es usted consciente de que al facilitar datos o imágenes en la red está perdiendo para siempre el control sobre ellos? Si lo es, no hay problema. Si no lo es, debería serlo para poder decidir y actuar en consecuencia.

Control y autorregulación

No olvidemos que los administradores -privados- de una red social deciden cómo, en qué condiciones y cuándo se puede acceder y salir de ella y operan, por tanto, como un poder constituyente sin ningún tipo de control administrativo público sobre su actuación. Los únicos controles posibles son, en primer lugar, el del propio usuario mediante su plena consciencia de la trascendencia de su comportamiento en la red, y en segundo lugar, el de la comunidad de usuarios, capaz de forzar -como en el caso de Facebook- que el gestor se limite mediante mecanismos de autorregulación.

Para que estos controles puedan resultar eficientes es preciso distinguir en las redes tres conceptos que ya distinguimos en nuestro entorno físico: propiedad, intimidad y reputación. El primero se refiere a la capacidad de disponer plenamente de algo, de dominarlo o de explotarlo. El segundo, a la protección del conocimiento de lo que consideramos privado. El tercero se relaciona con la gestión de la imagen pública. Son tres ideas distintas que dan lugar a regímenes distintos.

Privacidad y reputación

La primera: en un ámbito opuesto al de propiedad privada podríamos ubicar -en un sentido amplio, no exactamente jurídico- el de dominio público. En este caso, la pregunta es: ¿qué significa «mis datos»? ¿Hasta qué punto «mis datos» me pertenecen, y si es así, hasta qué punto un tercero puede obtener beneficio de ellos sin mi autorización? La respuesta debería ser coherente con el posicionamiento que adoptemos respecto, por ejemplo, del libre cambio de archivos en internet. Si creemos que el intercambio de archivos musicales o audiovisuales debe ser gratuito, sin beneficiar al autor reconocido, difícilmente podemos defender que el libre uso de nuestros datos por parte de terceros debe reportarnos un beneficio.

La segunda: por oposición a intimidad podríamos referirnos a exhibicionismo. La cuestión es dónde ubicar el límite de esta práctica en internet y cuál es el papel de la voluntad en este caso. Si consciente y voluntariamente exhibo mi intimidad en la red, deberé también admitir que la redifusión no autorizada de la misma por terceros es una posibilidad que tendré que soportar.

La tercera, la gestión de la reputación, nos llevará a cuestionarnos si deben existir en la red límites distintos de los existentes en el mundo físico para la difusión del prestigio o el desprestigio. En este caso, deberemos navegar sobre conceptos como el derecho al olvido, el derecho de rectificación, el de reparación u otros que incluso en medios escritos son de difícil gestión.

En fin, la cuestión no es fácil, y menos cuando hoy los usuarios de internet, consciente o inconscientemente, y a pesar de estar advertidos, regalan datos de su propiedad a desconocidos, exhiben su intimidad a desconocidos y juegan con su reputación también con desconocidos. Bailan con lobos -big data- mientras consideran y reivindican la red como un espacio de libertad casi absoluta carente de controles.