testigo directo

Yes, we love

El pasado martes se cumplieron 10 años de la aprobación en el Congreso del proyecto de ley del matrimonio igualitario. El texto fue rechazado en el Senado, pero finalmente logró la luz verde el 2 de julio del 2005, convirtiendo a España en el tercer país del mundo, tras Holanda y Bélgica, en legislar sobre este derecho fundamental. Jaume Collboni, candidato por el PSC a la Alcaldía en las elecciones del 24 de mayo, explica aquí la importancia que la norma tuvo para él, para todos los gais y lesbianas y para la salud democrática del país.

sueño cumplido. Jaume Collboni (izquierda) y su esposo,el productor televisivo Óscar Cornejo, a la salida del Ayuntamiento de Barcelona, bajo una lluvia de confeti, el 9 de abril del 2011.

sueño cumplido. Jaume Collboni (izquierda) y su esposo,el productor televisivo Óscar Cornejo, a la salida del Ayuntamiento de Barcelona, bajo una lluvia de confeti, el 9 de abril del 2011.

JAUME COLLBONI

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«¡Viva el matrimonio gay!», grita una activista interrumpiendo al expresidente Aznar, que firma como autor de un libro, 50 días después de que se aprobara el matrimonio igualitario en las Cortes. Así empieza un vídeo que, con el título Yes, we love, editamos en el 2010 desde el PSC para conmemorar el quinto aniversario de una de las leyes que más han cambiado nuestra sociedad en democracia. El vídeo lo pensamos y lo realizamos quien tenía que ser mi marido y yo.

«Mi marido y yo»… Todavía hay días en los que me parece imposible que lo pueda decir y, en este caso, escribir con toda normalidad. Nunca pude imaginar que me casaría. Durante demasiado tiempo asumí, como tantos otros, que aquello que era habitual en una gran mayoría de mis amigos, familiares y vecinos, como es casarse o tener hijos, sencillamente para mí no sería posible. Simplemente era inconcebible. Nunca pensé que llegaría un día como el 9 de abril de 2011, cuando pude celebrar mi boda con la persona con quien he decidido compartir la vida.

Pertenezco a la generación que vio y vivió de cerca la salida del túnel de la represión (también sexual) que sufrió este país. Quizá nos ahorramos la parte más dura, aquella que consideraba a los homosexuales como «vagos y maleantes», cuando eran perseguidos y encarcelados. Pero no nos ahorramos la parte de la clandestinidad, la del exilio interior, la de la invisibilidad, la de no tener derecho a vivir en coherencia con tus sentimientos y tu libertad de elección.

Parece imposible creer, cuando estos días celebramos el décimo aniversario de la aprobación del la ley del matrimonio igualitario, que en este país centenares de miles de personas tuvieran que resignarse a ser ciudadanos de segunda.

Hace dos décadas un gesto tan sencillo como cogerse de la mano o darse un beso en un lugar público entre personas del mismo sexo era, sencillamente, inconcebible. Gracias a años de lucha y perseverancia del movimiento gay, de activistas como Jordi Petit, de los partidos de izquierdas y de un presidente del Gobierno de España valiente, el matrimonio igualitario es hoy una realidad.

Las consecuencias de la vigencia del matrimonio igualitario han ido mucho más allá de garantizar en la práctica el principio de igualdad. Ha sido, independientemente de quien haya hecho uso, una auténtica palanca de cambio para normalizar y visibilizar el hecho homosexual.

Los años oscuros Hace solo unos años, tomar la decisión de salir del armario, de vivir en coherencia con tus sentimientos y tu propia identidad, tenía un precio; tu vida, forzosamente, sería diferente por siempre jamás. No había opción. Sería una vida a contracorriente y probablemente semiclandestina, quisieses o no.

En mi primera juventud, años que todavía asocio a la absurda estigmatización del VIH impulsada por la derecha americana, cuando no había prácticamente referentes, ni modelos, ni personas con las que poderse identificar, difícilmente conocías a alguien -amigo, vecino, familiar- que fuera abiertamente gay o lesbiana.

La cultura gay se convirtió, entonces, en uno de mis refugios. Leer a Wilde, Kavafis o Lorca; ver las películas de James Ivory o de Pedro Almodóvar; escuchar a Freddie Mercury, Boy George; leer a filósofos como Wittgenstein o a los clásicos griegos.  Siempre desde la penumbra de las lecturas o las salas de cine, en el universo de un joven de los años 90, sencillamente, no había nadie más en el mundo.

Tomar la decisión de declarar tu homosexualidad a la familia y a los amigos era tanto como decir «empiezo a vivir libre», pero no hay ningún camino trazado. En ese momento suponía decidir llevar una vida en circuitos paralelos, propios para gais y lesbianas. Escoger una profesión, el lugar dónde vivir, incluso el ocio. Todo estaba condicionado de entrada. Un gay o una lesbiana tenían vetadas muchas profesiones, algunas tan habituales como ser maestro o policía. Y no digamos un juez o un político. Un gay sabía que tendría que buscar el anonimato de una gran ciudad, que tendría que viajar con su compañero o compañera y pedir camas separadas. Y, evidentemente, que la ley nunca ampararía la convivencia con su pareja, pese a que la pareja durara décadas. Y está claro, mucho menos poder tener hijos.

En una escena de 'Pride', película que recomiendo, se muestra muy claramente cuál era, y todavía es en muchos casos, la respuesta de los padres al conocer la noticia: «¿Sabes la vida que llevarás? ¿Sabes a todo lo que tendrás que renunciar?», dice la madre de uno de los jóvenes activistas gais que apoyaron las huelgas de los mineros contra Thatcher en la Gran Bretaña de 1985; intuyendo que la vida de su hijo sería como la de otro protagonista, un viejo minero retirado que después de toda una vida de soledad, mientras prepara sándwiches para los huelguistas, confiesa a una compañera: «Soy gay». Y ella, imperturbable, contesta: «Ya lo sabía... desde hace años».

El matrimonio igualitario tiene que servir para reconocer derechos, para igualarnos como ciudadanos de una democracia avanzada. El mero hecho de su existencia ha supuesto garantizar la libertad de escoger. Casarse o no es, finalmente, una opción personal e intransferible. Ninguna ley, ninguna religión, ninguna ideología dominante no lo podrá impedir.

AUNQUE MUCHOS NO OLVIDAMOS que el PP se opuso hasta el límite de llevarlo ante el Tribunal Constitucional, en una batalla ideológica y nominalista que después perdió. Todo ello muy bien argumentado por la nunca suficiente alabada Ana Botella, cuando dijo que el matrimonio igualitario no era posible porque «si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta». Puedo imaginar que a más de un lector o lectora ahora mismo se le está escapando una media sonrisa, pero en aquel momento el sentimiento de muchos fue desde la perplejidad a la indignación.

Observando las reacciones de algunos, el matrimonio gay fue sin duda un punto de inflexión histórico en una lucha por la igualdad que venía de lejos. De pequeñas y grandes batallas. Las legales por un lado y las de la vida cotidiana, por otro. Estas últimas no son menos importantes porque en el día a día es donde realmente se ganan o se pierden los avances conseguidos. Las salidas del armario de personajes conocidos de ámbitos impensables hasta entonces, como la política, el Ejército o la judicatura, se fueron sucediendo mientras el matrimonio servía así como munición para la normalización.

Fue en este contexto que Óscar y yo decidimos casarnos. Cinco años después de la vigencia de la ley y cuando todavía estaba recurrida ante el Constitucional. Lo hicimos para compartirlo con las personas que queremos, pero también para ejercer públicamente un derecho recién conquistado.

La lucha pendiente Preparando la próxima campaña electoral a la Alcaldía de Barcelona, hace unas semanas me encontré con un grupo de amigos y amigas, activistas LGTB, del mundo de la empresa y la cultura. Les pedí opinión sobre si el hecho de que yo sea una persona pública gay se podía aprovechar a favor de la causa de la normalización. Es decir, si realmente todavía tiene sentido la visibilización y escribir artículos como este después de haber conseguido la igualdad formal con leyes como la del matrimonio o la reciente Ley contra la Homofobia, aprobada en el Parlament, y de la cual fui redactor-ponente. Fue un joven activista del Casal Lambda que me dijo: «Sí, todavía hay muchos jóvenes y adolescentes y, sobre todo muchos padres y madres, que tienen que poder entender que ser gay no es ningún impedimento para alcanzar cualquier objetivo personal o profesional».

Todavía quedan muchos rincones oscuros en nuestra sociedad donde las leyes igualitarias no han erradicado los prejuicios, el miedo y la marginación. Pienso en los adolescentes que sufren bulling, en las personas transexuales excluidas del mercado de trabajo, en los hijos y las hijas de las familias homoparentales que sufren un trato discriminatorio, en la gente mayor que tiene que regresar a su vida clandestina cuando ingresan en un centro de atención, y en un largo etcétera que nos aleja de la sensación de que las leyes igualitarias han garantizado definitivamente la plena normalización.

He tenido la gran suerte de nacer y crecer en Barcelona, ciudad abierta, cosmopolita, transgresora, cuna de las luchas por conseguir la plena igualdad. Pero hoy, y después de 10 años de haberse aprobado una de las leyes más avanzadas del mundo, en una conocida librería de la ciudad todavía se vende el ejemplar Comprender y sanar la homosexualidad.