La vida en Serbia de los menores refugiados que viajan solos: entre la mafia y la basura

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Susana Hidalgo. Responsable de comunicación de Save the Children

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Son las once de la mañana de un día de marzo y cientos de refugiados dormitan, pasean o charlan en unos edificios abandonados llenos de basura y ratas detrás de la estación central de Belgrado. Hace mucho frío y un niño de 11 años junto a un veinteañero pasea con una chaqueta fina mientras se frota las manos. “Acabamos de llegar desde Afganistán después de un viaje de ocho meses”, explica en inglés el joven. Él y el niño dormirán esa noche a la intemperie, entre los humos tóxicos emitidos por los plásticos que queman los refugiados que allí sobreviven para calentarse. Esta zona de Belgrado se ha convertido en el campamento informal de refugiados más grande de Europa, después del desmantelamiento de Calais, en Francia, y el campo de Idomeni, en Grecia. Más de 1.200 refugiados, en su mayoría sirios y afganos, malviven en esta zona, bloqueados porque no pueden continuar su viaje hacia Hungría. La frontera está cerrada y solo pueden cruzarla con las mafias. Aquí solo hay hombres solos y adolescentes. Los últimos de los últimos. Jóvenes en edad de prosperar que matan las horas muertas tirando cometas al aire entre las basuras. ONG como Save the Children trabajan de manera muy activa en incidencia política para que, mientras las fronteras no son abiertas, estos menores sean atendidos. “La presión para estos chicos es muy fuerte, sus familias les envían a Europa con el fin de que trabajen y puedan enviar dinero lo más pronto posible a casa”, explica un mediador cultural de Save the Children. Pero la realidad con la que se encuentran estos menores es que no pueden trabajar de manera legal ni tampoco estudiar. “Quiero ser cardiólogo porque mi tío murió de un ataque al corazón y quiero evitar que le pase a más gente”, explica uno de estos chicos en Presevo, otro punto caliente para la entrada de refugiados a Serbia, pegado a la frontera con Macedonia. En sus palabras hay una mezcla de ilusión y hastío. Este adolescente lleva bloqueado ocho meses en el centro de refugiados, con petición de asilo incluida, y no obtiene ninguna respuesta por parte de las autoridades. “Lo único que me dicen es: espera, espera, espera. Estoy desesperado”, cuenta.

A estos menores no les basta con tener las necesidades básicas cubiertas: comer y un techo. Necesitan sentirse vivos, sentirse útiles, ver cómo se les abre el futuro. Pero los días pasan entre las cuatro paredes de las habitaciones que tienen que compartir con otros refugiados y el tiempo en los patios del centro de acogida donde pasan las horas muertas. No pueden salir, no tienen dinero para gastar, no tienen dinero para llamar a sus familias y, cuando lo hacen, no es para contarles la verdad. “Le digo a mi madre que estoy feliz, pero es mentira”, cuenta Omar, un adolescente de 16 años que está atrapado en Presevo. La historia del último año de su vida le ha hecho envejecer por fuera, aunque por dentro sigue sintiéndose un niño. “Echo de menos los besos y abrazos de mi madre”, dice. Tuvo que salir de su país, Afganistán, porque los talibanes querían que se uniese a su lucha. Él se negó y su madre le ayudó a escapar. “Ella es la única que lo sabía. Me levanté una mañana y mi hermano me preguntó: ¿Adónde vas? Le contesté que salía a dar un paseo, no le he vuelto a ver”, cuenta. Ayudado por las mafias y tratado como “un perro” Omar continuó su viaje hasta que llegó a Turquía, y luego a Bulgaria. A partir de ahí intentó varias veces cruzar la frontera, pero la policía le robó todas sus pertenencias y le deportó. Hasta que por fin logró llegar a Serbia. Ahora está en Presevo y no quiere estar, solo piensa en continuar el camino. Su siguiente paso entonces será Belgrado, donde tendrá que llegar ayudado por las mafias y donde le tocará vivir entre la basura y los humos tóxicos como al resto de compañeros que paran en la capital pensando en el siguiente destino: la frontera de Hungría.