PREPUBLICACIÓN 'MICROCATALUNYA'

Viaje al Lilliput catalán

En Catalunya hay 948 municipios, de los que 332 tienen menos de 500 habitantes. El periodista Marc Serena y el fotógrafo Edu Bayer han explorado, con mirada curiosa, algunos de ellos. Fruto del periplo es el libro 'Microcatalunya', cuyo capítulo inicial dedicado a Freginals reproducimos a continuación.

A la izquierda, Javier, el cartero de Freginals. Tiene 47 años y lleva media vida repartiendo la correpondencia a sus vecinos. Antes había trabajado en el campo. Abajo, la plaza de los Arbres, alrededor de la cual gira la vida del pueblo y donde toda

A la izquierda, Javier, el cartero de Freginals. Tiene 47 años y lleva media vida repartiendo la correpondencia a sus vecinos. Antes había trabajado en el campo. Abajo, la plaza de los Arbres, alrededor de la cual gira la vida del pueblo y donde toda

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Freginals (El Montsià)

Mejor que Google Maps.

-Jóvenes, ¿qué hacéis por aquí?-nos pregunta muy serio un jubilado parado en medio de la calle.

-Estamos visitando el pueblo-le respondemos sin dudarlo.

Nos repasa con la mirada y hace un pequeño silencio.

-¿Solo?

No se lo cree.

Freginals es un pueblo de poco más de 400 habitantes que, por pocos kilómetros, hubiera podido ser valenciano o aragonés. Está enclavado al pie del Montsià, rodeado de olivos y naranjos. Una placa recuerda que, desde 1982, hay agua corriente y, en los últimos años, el acceso por carretera ha mejorado. Pero, hay pocos turistas. La llegada de dos forasteros es motivo de sospecha y de muchas miradas de reojo. Sobre todo si caminan de noche, cuando las calles están desiertas y solo las iluminan unos farolillos de color crema.

A quien todo el mundo está acostumbrado a ver es a «lo carter» del pueblo. Javier tiene 47 años y lleva repartiendo cartas media vida. Antes, lo mismo podaba melocotoneros que trabajaba en la cooperativa del aceite, pero de su pasado payés casi ni se acuerda.

Viste un uniforme con la corneta de Correos en el pecho y cada día a las diez de la mañana abre la oficina de los bajos del ayuntamiento. Viene de recoger la correspondencia de Amposta y de revisar que él mismo no haya recibido ninguna multa.

«Es lo primero que hago. Después ya estoy más tranquilo», bromea.

El horario de apertura es de 15 minutos. Los vecinos ya lo saben y pasan puntuales a consultar si han recibido algún paquete o a enviar la correspondencia. Lo que ya no se puede comprar son sellos, ahora todo se hace con estampación mecánica.

LOS BOLOS

Javier se coloca en el local de las entidades, donde también se reúnen la AMPA y la Associació de Caçadors, aficionados aquí a los tordos y a los conejos. Está rodeado de estanterías con trofeos. La mayoría son del juego más querido, los bolos. El campo municipal se encuentra en el patio de la escuela, de manera que sus alumnos, si quisieran, podrían jugar cada día, pese a que se trata más bien de un juego de hombres de edad provecta.

Desde su despacho ve entrar y salir al personal del ayuntamiento, como Alfreda, la aguacila, encargada de leer varias veces el día el bando. Los altavoces del campanario lo propagan a todo el pueblo excepto a las masías más alejadas.

Javier se cruza a menudo con el verdadero centro de gravedad del pueblo, el alcalde, Josep Roncero. Fue maestro durante 50 años y ahora la escuela lleva su nombre.

En la entrada del ayuntamiento hay buzones de 36 apartados de correos. Habían estado todos ocupados, pero ahora solamente hay activos la mitad. Algunos llevan apellidos ingleses: en el pueblo se instaló una pequeña comunidad con la intención de jubilarse en él. Ahora son unos más e, incluso, se ocupan de organizar la cabalgata de los Reyes Magos.

Javier conoce a todo el mundo, acaben de llegar o sean de allí de toda la vida. Los vecinos ya no tienen que identificarse, solo le han de preguntar si tiene «'algo pa mí'». Las conversaciones son cortas, enseguida pasan los 15 minutos y se va a 'pegar la volta' y hacer el reparto.

Cada vez llegan más paquetes comprados por internet, a menudo procedentes directamente desde China. Si solo tiene cartas, el fajo es delgado y lo ata con una goma elástica. Si hay algún certificado de Hacienda, de los que necesitan justificado de recepción, agarra la PDA.

Se sabe de memoria las calles del pueblo. A veces, suelta un «'a vore'» en voz alta, y se queda barruntando durante un rato. Pero rápidamente le vienen a la memoria direcciones, calles, nombres, profesiones y horarios de todo el mundo. Nunca ha utilizado Google Maps.

«Esta ahora no debe estar en casa, que es maestra», piensa cuando llama a un timbre.

APELLIDOS REPETIDOS

Solo duda con los apellidos más repetidos. En Freginals, hay muchos Subirats y Miralles. En Masdenverge, Tomàs y Arasa. Reparte en los dos pueblos, entre uno y otro hay ocho minutos en coche. Los comunica una carretera «'ampla com una sala'», nada que ver con la antigua, que era «'una ruïneta'».

Camina rápido, siguiendo una ruta que conoce desde hace años. Lo primero que hizo cuando le dieron la plaza fue fijarse en las calles empinadas para hacerlas de bajada.

«'Com va? Fent la faena?'», le dicen los que se encuentran con él. Hay casas que ya le dejan la llave para que entre cuando haga falta. Fue así cómo una vez encontró a una abuela desmayada en el suelo. Su llamada al 112 le salvó la vida.

Hoy hace frío y, en la calle, solo encuentra a Maria de cal Roser, que barre delante de su casa con un jersey de Decathlon y una bata encima.

Es un pueblo muy limpio. Pasa solo una máquina cada 15 días, pero todo el mundo se siente responsable de su espacio y s'agrana lo seu. Lo que faltan son comercios.

«'Ans n'hi havia molts més, la gent es gastava la perreta'», suspira.

Ahora solo queda la tienda de pan y comestibles, un par de talleres, el restaurante, la cooperativa, el bar y la farmacia.

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