testigo directo

La última foto de Paco Elvira

Fueron tres días de desesperación pero, sobre todo, de dolor e impotencia. El fotógrafo Paco Elvira sufrió un mortal accidente en el Garraf y su familia tardó dos días en saber de él después de tener que poner en marcha, por sus propios medios, la localización del móvil del periodista ante el escaso entusiasmo que Mossos y jueces pusieron en la búsqueda.

Pacoelvira.com, el divertido y peculiar blog del fotógrafo catalán está ilustrado con este curioso autorretrato.

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EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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Indy y Canela caminan parsimoniosos, con pies de gamuza, por el piso de la Gran Via. Hace días que solo oyen una llave. Los mismos días que no ven a su amado dueño. Saben de Andrea, su hija, que los mima como si estuviese él. Pero no es lo mismo. No. Esas horas, a un lado y otro de la pantalla del ordenador, mientras Paco Elvira, uno de los grandes reporteros gráficos que ha tenido Catalunya en las últimas décadas, afinaba sus fotos, escribía su blog y quién sabe si reeditaba su obraUn día de mayo, eran oro líquido, manjar de dioses, de gatos.

Alguien deberá decirles a los preciosos felinos que Paco ya no volverá. Pero ¿cómo se les cuenta a esos animales tan entregados a su amo que Paco resbaló, patinó, apoyó mal sus piececitos sobre las rocas arrugadas, rotas, arcillosas, húmedas, mojadas de La Falconera, en el Garraf, cuando hacía fotos para su blog, y se despeñó 80 metros abajo? Ellos, que son unos saltimbamquis, los mejores equilibristas del sofá, los acróbatas de la mesa de estudio de Paco, no lo entenderían. Andrea, la maravillosa hija de Paco, se ha quedado sola. Sí, cierto, tiene a su madre, Yolanda, y a la compañera de su padre, Eva, y a toda la retahíla de Elvira, sus tíos Javier, Emilio y Joan Carles. Y hasta a la abuela Consuelo, que aún recuerda cuando Paco, con solo 2 años, descartó su primer chupete («ya soy un hombre»), como rechazaba salir a bailar cuando le invitaba alguna chica.«A mí no me gusta bailar, pero me gustan las chicas que bailan. Me gustan mucho, pero no bailo».

TODO ESO AYUDA a andrea.Como ayuda el roce de su pareja, Javier, los abrazos de sus primas Elena y Berta y, cómo no, el soporte de su tía Mercè, en cuyo iPhone está el relato, los diálogos, los pasos, el viacrucis, el dolor, las lágrimas de todo el sufrimiento que pasaron hasta encontrar el cuerpo de papá. Porque Andrea puede vigilar, como hace a diario desde la muerte de su padre, que Indy y Canela no se desesperen y, sobre todo, que no dejen de comer. Le han dicho que los vigile con mimo pero, claro, ella, entre sus estudios de Publicidad, que ya casi acaba, y su trabajo en una tienda, los ve solo a ratos. Ya vigila, ya, sus platos de comida para que no dejen de comer, para que no decidan, por sí mismos, irse ellos también al encontrar a faltar el calor de su amo, pero va a ser desesperante, como lo fue para todos su búsqueda, saber que Paco no volverá.

Y es que Paco, amante del campo, de los paisajes, de las fotos hermosas, de su blog, de sus amigos, de los fogones, de los pájaros («ya de niño, de muy niño, me hacía ir al parque de la Inmaculada a verlos», explica la abuela Consuelo, entera a sus 92 años, fuerte, guapa-guapa), de las águilas y los quebrantahuesos («a mí me hizo comprarme unos prismáticos para acompañarle un fin de semana por las montañas de Huesca a perseguirlos», recuerda su amigo y fotógrafo Pepe Encinas), había decidido, el sábado de Gloria, el 30 de marzo, volver a La Falconera para repasar algunas instantáneas o quien sabe si para renovar su blog, o añadir nuevos capítulos a su novela o, ¡qué caray!, simplemente airearse, airear su Nikon, abrir los ojos, encantarse con la soledad, el paisaje, las fotos y, al final, disfrutar jugueteando con ellas en su ordenador mientras Indy y Canela le asesoraban con su mirada y bostezos sobre la intensidad del color o el encuadre ideal.

SE FUE EN TREN,con su mochilita y un medio tele siempre recurrente. No le dijo a Andrea dónde iba. Ni a Eva. Tampoco ellas le contaban toda su vida. Paco era como sus rapaces, libre, imaginativo, creativo. Cogió el tren y se bajó en la estación del Garraf, esa desde la que se ve, sí, La Falconera, ya maldita para todos. Cuenta el parte de aquel día que llovía. Y que, a ratos, llovía mucho. Demasiado. Y que hacía viento. Y que, a ratos, hacía mucho viento. Pero Paco no era un pipiolo en la montaña. Sabía lo que hacía y dónde pisaba. Incluso había perseguido cernícalos en los acantilados de Montjuïc. Pero todo le traicionó. Todo. Y ni siquiera eso le podemos contar a Indy y Canela, que siguen esperando.

Como esperó Andrea, que al llegar ese sábado a casa tras concluir su jornada de dependienta ilustre vio que papá aún no había regresado. Hizo las llamadas de rigor, a los más cercanos, y nadie sabía nada. Bueno, ya volverá. Pero Andrea esa noche durmió poco. Y mal. Bueno, no durmió. Ya de madrugada, volvió a llamar a Eva y a Yolanda. Las dos la serenaron. Miró a Indy y Canela, que igual ya sospechaban algo, y entre los tres pertrecharon la misma reflexión: aquí pasa algo, colegas, papá no es así.

Pasaba tanto que cuando Andrea se desperezó de uno de sus sueños de un cuarto de hora, vio la cama de Paco intacta, volvió a llamar al móvil, sonó pero no contestó. Entonces empezaron los nervios, las culebras en el estómago, el corazón encogido. Sudor. Temor. Y casi desesperación. Llamada al tío Javier y a Mercè. «Papá no ha vuelto, estoy preocupada». La tía preferida llama al 112 y se informa de los pasos que hay que dar, del protocolo que hay que seguir en caso de una persona desaparecida. Han llamado ya a un montón de hospitales y no hay nadie registrado a nombre de Paco Elvira.«Hay que esperar 48 horas, denunciarlo, una foto...», recuerdan que fue el consejo del 112.

A la porra, Andrea pide a su chico que le acompañe a la comisaría de los Mossos de la plaza de Espanya. Siempre está de guardia. Y ahí empieza su calvario. De dolor por dentro, de dolor por fuera, de desesperación y, sobre todo, de incomprensión. Cola, lentitud (pese a que no hay mucha gente, bueno, nadie), cambio de turno (y vuelta a narrar lo mismo),«¿seguro que no tenía motivos para desaparecer?».¡Desaparecer!, por favor, pero si era un ser feliz, inmensamente feliz. Pero, mire, mire, oiga, escuche, si su móvil sigue sonando, compruébelo usted mismo. Desaparecer. No conocen a Paco, claro.

Andrea y Javier se temen lo peor, que la ley se convierta en una barrera. Y acertarán. Vaya. Que las normas, todas legales, todas reglamentarias, ahoguen el sentido común, los primeros auxilios y, sobre todo, que ese caso, flagrante, horroroso, urgente, se vaya a la cola, guardando fila tras los robos e indocumentados. Ni un gesto de arremangarse ante la desesperación de la familia. Y mucha ley, mucha norma, mucho«señorita, han de pasar 48 horas, no podemos hacer más, la entendemos y le prometemos que haremos lo posible». ¿48 horas? Y, luego, el caso pasa a la Unidad de Investigación de los Mossos. ¿Y papá? ¿Y el necesitado? ¿Y la familia? ¿Y la angustia? 48 horas, es la ley.

Lanza una llamada de desesperación, de auxilio, a través de las redes sociales. El ciberespacio, o lo que sea, esa nube que lo sabe todo y donde se lee todo, ya sabe que el papá de Andrea Elvira se ha perdido. La buscan a ella. Y a Pepe Baeza, otro de losmonstruosdel clic, de la amistad, del roce, se le ocurre que hay que moverse para que alguien, quien sea, Mossos o juez (yo hasta hubiese pensado en Método 3 y lo digo en serio, esos no parecían necesitar permiso de nadie para pinchar teléfonos y saltarse la ley, las normas) dé la orden de que Telefónica, Movistar, quien sea, active, rastree, localice la señal del móvil de Paco.

ANDREA MOVILIZA CIELO Y TIERRA.

Paco podía estar en apuros de verdad e, incluso, herido, agonizando, dolorido, atrapado, inmóvil. En el otro lado del mostrador de la plaza de Espanya, nadie pareció pensar en eso. Ya saben, 48 horas. Y Andrea, ya entrada la madrugada del lunes, después de que Pepe Encinas le quitase de la cabeza la idea de ir a rastrear, ella sola, el macizo del Garraf, La Falconera, para intentar encontrar a su padre («¿a mirar qué, Andrea? ¿dónde?, ¿a estas horas, de noche?»), acude al juzgado de guardia de la Ciutat de la Justícia, esos edificios tan modernos, sí.

Y es ahí, sí, donde el drama se convierte en una película de Pedro Almodóvar. Es más, si todo lo que ocurrió allí aparece en un filme del director manchego, todos coincidiríamos en que al director de la España moderna se le ha ido la olla pero cantidad. Ya es casi la una de la madrugada del lunes. El juez, joven, cortés, amigable, locuaz, comprensivo, atento, dice que lo siente mucho pero que no puede ayudarles.«Yo solo firmo autorizaciones para localizar móviles o la señal si me lo piden los Mossos». Esperpéntico: en la comisaria, los Mossos le habían dicho que era el juez quien tenía que tomar la decisión y el único en poder pedir esa actuación. Alguien del grupito que acompaña a Andrea en el juzgado tiene la sensación de que el juez habla como si se refiriese a un pinchazo telefónico. De nuevo la ley, de nuevo las normas, de nuevo falta de sentido común.

La sensación es que la autorización, de producirse, no significaría celeridad en la localización del móvil: Mossos piden, juez firma, la petición va a Madrid y la compañía tiene 72 horas para facilitar la ubicación. Andrea ve que se le escapa la oportunidad, imagina (está en su derecho) a papá, lejos, solo, en apuros. Y es en ese microsegundo, cuando descubre en los labios del juez una cariñosa, atenta, piadosa traición a la ley, a la norma. Porque cree, y en realidad así es, verle verbalizar la siguiente frase, la siguiente sugerencia, solución:«Yo, si fuese ustedes, buscaría a un amigo. Un buen amigo va más rápido que nosotros». Es una manera de decirles, yo estoy atado de pies y manos. La ley. Ya saben, las malditas 48 horas. Un amigo en Movistar lo soluciona en un soplido, en un periquete. Haganme caso, pasen de nosotros.

EN EL ENTORNO DE PACO ELVIRA, la palabra amigo significa mucho. Todo. Significa colección de ellos. Y aparecen. Emergen. Se ofrecen. Un montón. Todos. Los de antes y los de ahora. Ahí está Pepe Encinas dando saltos. Y Baeza colgado del móvil. Y el gran Xavier Vinader, inmenso él, hablando con sus colegas de lasecreta, de investigación, moviendo cielo y tierra. Y elhippyde Albert Cañagueral, otra bestia periodística. Y el artista Manuel Úbeda, amigo de fogones de Paco. El juez habla de amigos y Paco tiene mil. Esto marcha. Se acelera. Andrea tiene, ahora sí, la sensación de que van a encontrar a papá. Ellos. No los Mossos ni el juez. Ellos.

Y Úbeda encuentra a su amigo de Movistar. Que vete tú a saber si es de Movistar o de Orange. O, simplemente, es el mejorhackerdel mundo. Y el lunes por la mañana todo está en ebullición. Y todos se acercan al Garraf, porque, ya entonces, el pirata informático de Úbeda les ha dicho que, en efecto, el móvil de Paco emite una señal desde la zona Garraf-Sitges. Y hacía allí se van. Todos.

Y, entonces sí, aparecen patrullas de Mossos, perros, alpinistas, bomberos. Hasta un helicóptero. Serán los amigos, las llamadas, las presiones, que ya han pasado las putas 48 horas, será lo que será, pero allí están. Los han empujado hasta allí y allí están. Y, pese a todos los medios que tienen, los salvadores, los rastreadores, los Mossos siguen apretando a la familia y piden, casi exigen,«si vuestro amigo os puede dar las coordenadas exactas, ¡las coordenadas exactas!»El grupo alucina, pero así es: los Mossos metiendo prisa al improvisadohacker.

Hasta que, al final, alguien descubre el cuerpo de Paco, allí abajo, inmóvil, dañado. Muerto. Y ahí se acaba el dolor y empieza la desesperación. Y cómo decírselo a la abuela. A la familia. A los amigos. Y pensar que se hubiese llegado a tiempo...«Olvídate, mi chica», le susurra un patriarcal Encinas a Andrea,«olvídate, allí donde lo encontramos era imposible, de la manera como se precipitó, no sobrevivió, olvídate, pequeña, papá no sufrió». Y con eso se quedan. Con más desesperación que dolor, pero con una inmensa rabia, la que provoca saber que tenías razón y no sirve. Que suena el móvil y nadie lo busca. Que puede ir de minutos y tienes que esperar 48 horas. Todas, las 48, legales. Y un juez, amigo, que te sugiere que te busques a un amigo mejor que él.

Y TE LO BUSCAS. Y hasta llamas a Joan Carles Elvira, sí, el hermano de Paco, que fue prior de Montserrat, y le cuentas la historia y ni mirando al cielo o rezando a la Moreneta le encuentra explicación. Y la abuela, que aún guarda el chupete. Y Mercè, que te recita la correspondencia del domingo de dolor de Andrea, iluminada en su iPhone, repleta de exclamaciones de indignación.«Y que no borraré en la vida». Y los Mossos, que te llaman días después, y te dicen que puedes recuperar ya el DNI de Paco, el dichoso móvil, que reposaba en uno de sus bolsillos, y la tarjeta digital de la Nikon del maestro, ese que un día se vendió su600para irse a Irlanda a fotografiar los líos y peligros callejeros de los 70 mientras el resto de reporteros soñaban con comprarse un coche. Y, más tarde, el juzgado de Vilanova, que te dice que pases a recoger la mochila, con la cámara y el medio tele. Y te lo entregan en una bolsa de plástico, como les entregan sus enseres a los presos que liberan.

Insisto, de corazón, si alguien sabe una manera de contarles a Indy y Canela todo esto, que me llame. Andrea no sabe cómo hacerlo y yo le he prometido que la ayudaré. Ya que no encontré a Paco, consolaré a Indy y Canela.