Turismo fuera de guía

PEQUEÑO, MUY PEQUEÑO Una turista frente a una de las microminiaturas del museo de Besalú.

PEQUEÑO, MUY PEQUEÑO Una turista frente a una de las microminiaturas del museo de Besalú.

MAURICIO BERNAL
BARCELONA

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Existe un mundo del turismo que es en cierto modo marginal, donde no hay nombres de grandes arquitectos, donde las playas no son paradisíacas, donde no hay rincones que nadie conoce pero al final todos conocen, donde los museos no son una prueba de filas larguísimas y codazos para ver una obra, donde no llegan los buses turísticos, ni las guías, ni las páginas que recomiendan o dicen tajantemente que esto nadie se lo puede perder. Hay un turismo en Catalunya de singulares turistas donde no llega el brazo de la masificación. Hay, por ejemplo, un museo del mamut. Hay un museo del yeso, y uno del cántaro, y uno de la estampación. Un museo de la baldosa y uno del molino de papel. Y cosas, lugares, atractivos, que no son museos.

Hay una urbanización desastrada y triste llamada Mas del Plata, un lugar en medio de la nada cuyas calles nadie pavimenta hace lustros, la clase de núcleo habitacional que algún constructor astuto supo vender en la época en que todo se vendía. Se encuentra a unos 10 kilómetros de El Pont d'Armentera, en Tarragona, y su rústica decadencia es una invitación a pasar de largo. Pero es allí, en medio de una explanada plantada de pinos, rodeado de casas donde los jubilados pacen para matar el tiempo, donde se levanta el más pintoresco, singular y olvidado atractivo turístico de Catalunya, un monumento que es un desafío a la credulidad.

Un Mazinger Z.

Fue levantado hace cosa de 30 años, tal vez algo más, cuando el prodigioso robot japonés formaba parte de la actualidad; la infantil, pero no solo. Al promotor inmobiliario le pareció que un Mazinger gigante sería un reclamo irresistible, y que los hijos, al verlo, obligarían a sus padres a comprar allí, lo cual no resultó del todo equivocado; habría que ver qué piensan hoy de todo eso. En su día, cuando los pinos estaban recién plantados, se veían la cabeza y los puños desde la carretera, y la gente paraba y entrada, pero los árboles han crecido y lo han tapado, y ahora, para ir allí, hay que saber que está allí. En cualquier caso, no le pasa el tiempo: el Ayuntamiento de Cabra de Camps, al que pertenece la urbanización, sabe la clase de tesoro que tiene entre manos y no lo deja envejecer. Ahora mismo está recién pintado. Sus 10 metros de altura, su esplendor bizarro, su querer ser algo en medio de la nada atraen a dos tipos de turista: los de los pueblos cercanos, por un lado; y naturalmente, los de un país lejano llamado Japón.

Cántaros y azulejos

No muchos saben que hay un Mazinger gigante en Tarragona visitado por japoneses amigos del cómic. Tampoco es de dominio público que en Barcelona, a un paso del popular Picasso, existe el Museo del Mamut, y que en el interior está exhibido uno de los contados esqueletos completos que hay en el mundo. No muchos extranjeros se han tomado la molestia de pisar el Museu del Càntir, en Argentona, para echar un vistazo a su notable colección de cántaros (notable para los que saben apreciar un cántaro), y no suele figurar en su lista perentoria Can Tinturé, el museo del azulejo de Esplugues de Llobregat. Este turismo que no atrae a las masas es inacabable y variado, y en sus fronteras conviven cosas así, sin relación, el cántaro y el mamut, el molino de papel (museo en Capellades) y las mariposas (museo en Sort). Algunos de estos lugares existen porque rinden honor al pasado comercial de un pueblo, o a tradiciones vigentes u olvidadas; son considerados patrimonio y normalmente reciben ayuda oficial: cántaros, baldosas y molinos, por ejemplo. Otros son la prolongación de la pasión de alguien, el sueño cumplido de exhibir y compartir algo personal: los mamuts. Los tiburones. Las miniaturas.

El Mazinger es un espectáculo aparte. El Mazinger es una rareza.

La cuna de Vilobí

El tiburón es el tótem en torno del cual se organizan las cosas en el Cau del Tauró, el insólito museo que Joan Ribé montó de su bolsillo en el 2001, el local con menos aspecto de museo que se pueda imaginar, en realidad una casa de barrio convertida en templo del escualo. Como experiencia museística, un ejemplo de porfía. «Estuve nueve años montándolo, trabajando cada fin de semana». Está en L'Arboç, en el Baix Penedès, y existe simplemente porque existe Ribé, que de niño ya recogía fósiles en la región, antaño el lecho de un prehistórico mar interior. Se ha escrito que no tiene parangón, al menos en Europa: hay un centenar de especies de tiburón expuestas (ejemplares conservados en formol incluidos, como el Miracle, el famoso pez capturado en el 2007 en la playa del mismo nombre, en Tarragona) y un fondo de cerca de 100.000 piezas, la mayoría por organizar, desde dentaduras y trozos de piel hasta aletas y huevos disecados. Un raro lugar, sin duda. Raro y fascinante.

A unos kilómetros de allí, en Vilobí del Penedès, se encuentra el Museu de Geologia i del Guix. Otra rara avis, sin duda. El famoso yeso de Vilobí. Cómo no iba a tener santuario.

Y están el Museu de la Vida Rural, en L'Espluga de Francolí, y el Museu de l'Automoció, en Lleida; el Museu de l'Estampació, en Premià de Mar (único en España dedicado a la estampación textil, y otro caso de museo que hace honor a una tradición -industrial esta-), y el Museu de Les Mines, en Cercs (Berguedà), dedicado a la tradición minera de la zona, en concreto al mineral en torno del cual se organizó durante siglo y medio la vida de la región: el carbón. En el corazón mismo de Barcelona hay museos excepcionales, por lo raros, aparte del paleontoexótico dedicado al Mamut: hay un museo del cánnabis, por ejemplo (Hash Marihuana & Hemp Museum), en plena calle Ample; uno de la Moto, muy cerca de la plaza del Pi, y el quizá más conocido -pero no menos off the circuit- Museu d' Idees i Invents de Barcelona, a pocos pasos de la plaza de Sant Jaume.

Cosas diminutas

«Yo tenía claro que el museo tenía que estar en un pueblo tranquilo, en medio de un ritmo urbano tranquilo, y Besalú es como una especie de miniatura grande, tiene 2.000 habitantes y yo quería un pueblo así, donde la gente no fuera al mismo ritmo que va en Girona o en Barcelona, y donde la disposición que tienen para ver algo de este tipo es más abierta». Lo dice Lluís Carreras, joyero (profesión), coleccionista de miniaturas (afición) y artífice del Museu de Miniatures i Microminiatures de Besalú, que visitan unas 40.000 personas al año. Otra colección personal, tan nutrida, tan variada, hecha con tanto rigor que su dueño decidió en su día que no solamente era un tesoro, sino que tenía que compartirlo. «Es el gusto de poderlo enseñar, sí».

Son sitios que pasan desapercibidos; o, visto de otro modo, que podrían tener mejor suerte. No es el caso del Túnel de Viento, en Empuriabrava, con apenas dos años de vida y 300.000 visitantes al año. No: no es lo que se dice un outisder, uno auténtico, un Mazinger del mundo del turismo, pero tiene una singularidad: es único en España. «No tenemos competencia», dice Aída Rico, la directora. Pero echar a volar en un túnel, hombre: es raro.