VÍCTIMA DE RELIGIOSOS PEDERASTAS

"Toda la institución marista abusó de mí"

Jaime Concha, un médico chileno de 54 años, denuncia los abusos sexuales sufridos y las manipulaciones para que callara

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Guillem Sànchez

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Jaime Concha es un médico de familia de 54 años que se ha convertido en el portavoz de los exalumnos que han sufrido abusos sexuales en colegios maristas de Chile. Estuvo callado durante 40 años y ahora acaba de empezar a hablar. En el relato de su infancia está resumida la soledad que sintieron los menores que vivieron lo mismo que él. Todo comenzó en el curso escolar de 1973-74. Él tenía 10 años y faltaban pocos meses para que Augusto Pinochet diera un golpe de Estado que cambiaría la historia de Chile. Su vida también estaba a punto de cambiar, porque en el instituto Alonso Ercilla de Santiago iba a conocer al hermano Abel Pérez. Aunque este profesor de matemáticas, el principal acusado en este escándalo, no fue el primero que abusó de él. Ni el último. 

-¿Quién fue el primero que abusó de usted? José Monasterio, uno de los hermanos con más prestigio dentro del colegio, encargado de la ornamentación de la capilla y un experto en caligrafía. Yo estaba sentado en la mesa de su despacho porque quería aprender a escribir letras góticas. Él cerró la puerta y se colocó, de pie, a mi espalda. Se recostó sobre mí, y su respiración se alteró. Me abrazó como si quisiera levantarme, muy nervioso, y trató de besarme mientras agarraba con fuerza mis genitales.

-¿Qué hizo usted? Me paralicé. En cuanto me soltó salí corriendo para esconderme en el baño del patio. Del susto, me hice pis encima. Para disimularlo, abrí el grifo y me mojé toda la ropa. Cuando mi madre me recogió, poco después, estaba calado. Ella me regañó pero no se dio cuenta de nada. Funcionó. Ese fue el primer día que me callé. Por eso cuando me atrapó Abel Pérez, seguí guardando silencio. 

-¿Cómo era Abel Pérez? Alto, fornido, autoritario, siempre se colocaba en una esquina del recreo mientras jugábamos. Nos observaba. Solía llevarse a niños de la mano hacia las aulas vacías. O hacia a la capilla. Desde fuera, el resto sentíamos envidia de los que elegía. Pronto averiguaría que aquello no era nada bueno.

-¿También le tocó a usted? Sí, un día me llevó a una clase vacía. Abrió la puerta y me ordenó que me sentara en un pupitre del fondo. Cerró la puerta y, cuando se dio la vuelta para acercarse, me di cuenta de que su rostro había cambiado, igual que el del hermano Monasterio. Ya no era él. En cuando llegó, se abalanzó sobre mí, me abrazó, me besó y me tocó en la entrepierna. Supongo que grité hasta que me soltó. Ese día volví a orinarme.

-¿Abel Pérez era precavido o actuaba sin ocultarse? En público era serio, cuidaba sus gestos y las palabras. Pero en privado era brusco, tomaba el control de la situación rápidamente. Recuerdo que entraba en los vestuarios y a algunos los hacía ducharse frente a él. Simulando que bromeaba, incluso podía tocarles los genitales. Yo sabía que aquello no era ninguna broma. Conmigo siempre se las arreglaba para aislarme y llevarme a un lugar en el que no aparecería ningún adulto. Abusó de mí las veces que quiso en la capilla, en una oficina, en el sótano del gimnasio, en su habitación -los hermanos disponen de residencia dentro del recinto escolar- y en los campamentos.

-¿Fuera del colegio? En verano de 1975 salí de campamentos con los Boy Scouts del colegio. Abel Pérez era uno de los profesores que tutelaban la salida. Un día enfermé y me quedé a dormir en la tienda de campaña mientras el resto de compañeros estaban de excursión. Horas más tarde, me desperté por la noche, con fiebre. Lo primero que noté fue que ya no estaba en mi tienda, estaba en otro lugar. Lo segundo fue que estaba desnudo y que había alguien que me estaba sujetando la cabeza por el cuello mientras me practicaba sexo oral. Era Abel Pérez. Creo que esa noche también llegó a penetrarme mientras estaba inconsciente. Cuando acabó, se acomodó la ropa, se colocó las gafas, se levantó y se marchó, sin decirme nada. Fue como si lo que estuviera dejando allí fueran solo mis despojos.  

-¿Qué sentía? Era como si yo ya no perteneciera a mis padres, como si no fuera el dueño de mi vida. Sentía que ellos podían hacer conmigo lo que quisieran. 

-¿Cree que lo que hacía con usted se sabía? Había personas que tenían que saber lo que pasaba allí. El sacerdote que confesaba a los hermanos cada domingo, por ejemplo, lo sabría seguro. El problema era que este cura, Sergio Uribe, de la orden de los capuchinos, también abusaba de los alumnos. Cuando leí lo que publicaba EL PERIÓDICO sobre lo que pasaba dentro de los Maristas en España me di cuenta de que allí había pasado lo mismo que aquí. 

-¿Abel Pérez fue el que más daño le hizo? Sí. Directa e indirectamente. Porque también estoy seguro de que él planificó el golpe que lo rompió todo definitivamente.

-¿Qué pasó? Fue en 1977. Abel nos convenció, a mí y a otros dos chicos, para que asistiéramos de noche a una reunión de los Boy Scouts. El colegio tenía un sótano debajo del gimnasio. Allí había algunas habitaciones de madera con bancos que era para los scouts. Lo llamaban 'cubil'. Abel nos reunió a los tres con un grupo de chicos mayores, dos o tres años más que nosotros. Trajo chorizo y vino españoles y un termo con café y aguardiente. Bebimos un rato y pronto nos pusimos eufóricos. Él se levantó y se marchó, cerrando la puerta por fuera. Los mayores comenzaron a burlarse de nosotros. Nos insultaron y se sacaron los cinturones para pegarnos. Eran más grandes y tenían más fuerza. Al final, nos agarraron y mientras unos nos sujetaban otros nos violaron. Duró toda la noche. Lo recuerdo como si lo hubiera observado desde arriba, como si yo estuviera flotando en el techo de la habitación y mi cuerpo ya no fuera el mío... 

Aquí Concha se echa a llorar.  

-¿Aquello lo rompió todo? Sí, esa noche de Noviembre de 1977 los 'aprendices' de Abel Pérez terminaron de fracturar mi vida, mi infancia, mi espiritualidad, mi masculinidad... A partir de allí quedé atrapado en un estado permanente de soledad, de angustia, que me ha impedido establecer vínculos afectivos sanos y estables. No he disfrutado jamás del sexo.

-¿Por qué nunca dijo nada? Porque unos me agredieron sexualmente pero hubo otros que me manipularon para que callara. Abusaron de mí a todos los niveles. Toda la institución abusó de mí. 

-¿Cómo te manipularon? El hermano Mariano Varona [durante años la persona designada por la institución marista para prevenir la pederastia y uno de los portavoces de la orden] era mi catequista. Me hablaba siempre del sexto mandamiento, explicándome que a Dios le molestaban los malos deseos y los actos impuros. Me dijo que Satanás nos tentaba a todos con los pecados de la carne, y que si eso me sucedía, tenía que entender que yo era el que me tenía que resistir y no dejarme tentar. Decía que todos éramos pecadores por naturaleza y, en consecuencia, que tenía que ser misericordioso con los que cometieran el mismo error.

-¿Misericordioso en qué sentido? En ser prudente con mis juicios porque todos teníamos la obligación de ser leales a la hermandad marista y de protegerla... Todo esto se transformó en mi experiencia de culpa.