Sílvia Roura: "Cuando pisé Isla Mujeres pensé: 'Yo soy de aquí'"

Nieta de 'botiguers' de Arenys de Munt, se mudó a una pequeña isla del Caribe antes de la invasión del turismo de masas

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GEMMA TRAMULLAS

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Para la inmensa mayoría de personas el Caribe mexicano es un popular destino turístico, pero para Sílvia Roura es su casa. Hace 23 años descubrió Isla Mujeres, un pedazo de tierra de apenas siete kilómetros de largo y 400 metros de ancho rodeado de aguas turquesas, y allí empezó una nueva vida. Hoy apura las últimas horas de vacaciones en su Arenys de Munt natal antes de embarcarse de nuevo rumbo a Yucatán. La entrevista transcurre en la playa de Arenys de Mar, a donde este espíritu libre de 47 años se desplaza conduciendo descalza. «Es el efecto isla», dice.

-Se marchó de Arenys de Munt muy joven. Desde los 16 años llevaba la tienda de mi abuelo. Trabajaba para ahorrar y poder irme de viaje uno o dos meses al año, pero cada vez que volvía me sentía triste y oprimida.

-¿Por qué? Podía prever cómo sería mi vida hasta el día de mi muerte: «Me pasaré los días en la tienda, me casaré, me compraré un piso, tendré hijos, envejeceré y me enterrarán en el pueblo». Aquello me ahogaba.

-Y a los 23 años salió a tomar aire. Sin saber nada del país, me planté en Ciudad de México con cuatro maletas en las que llevaba todo mi ajuar. La capital no me gustó y desde allí fui a Cancún, que entonces era solo una zona hotelera y tampoco me gustó. Pero frente a Cancún descubrí Isla Mujeres y cuando la pisé y vi aquel mar pensé: «Yo soy de aquí». Energética y espiritualmente me sentí en casa, era el lugar de mis sueños. Allí podía sentirme libre al fin.

-Hoy es un popular destino turístico, pero entonces vivían sobre todo pescadores. En 1992 solo éramos seis extranjeros, había mucha desconfianza hacia los de fuera y era muy difícil obtener el permiso de trabajo. Supongo que fue cosa del destino, pero a los tres días yo ya estaba trabajando.

-No existía internet, ni los móviles. Había uno o dos teléfonos fijos en toda la isla y nos comunicábamos con el exterior por telegrama. Entonces empezó a llegar el turismo de masas y los que tuvieron la visión de invertir en un negocio podían ganar entre 3.000 y 5.000 dólares netos al mes. Mucha gente se hizo rica.

-Usted se enamoró y tuvo una hija. Cayó bajo el influyo de Ixchel, la diosa maya de la feminidad y de la abundancia que tuvo un santuario en la isla. Viví allí 11 años y aprendí a fluir con la vida, a hacer lo que me apeteciera en cada momento sin estar pendiente del reloj ni limitada por unas rígidas normas sociales. Mi hija creció en plena naturaleza. Se despertaba y se iba a bucear, y compartía hamaca y comida con los niños indígenas. Durante su adolescencia nos mudamos a Cancún. La isla se llenó y dejó de ser un paraíso para mí, en cambio la ciudad había crecido y ofrecía más posibilidades.

-¿Nunca pensó en volver? No, lo estoy pensando ahora. Me tira la familia, sobre todo poder acompañar a mis padres en la vejez, y que mi hija pueda terminar sus estudios de arquitectura en una universidad de prestigio.

-¿Y usted? ¿Se adaptaría? Estoy valorando la posibilidad de quedarme medio año aquí y medio allá, porque justo ahora voy a empezar a dar clases de yoga terapéutico y medicina ayurvédica en Cancún a nivel de diplomatura universitaria. Pero en todo caso no me veo jubilándome aquí, donde todo es más pequeño, más caro y más difícil.

-¿Y cómo se ve dentro de unos años? No descarto mudarme a otro país. Empezar de cero no me asusta, soy una persona de impulsos y lo he hecho toda la vida. El sistema nos hace creer que necesitamos muchas cosas para vivir, pero yo lo único que necesito es sentirme libre.