100 años de lujuria peninsular

Sexo como Dios manda

Salvo el respiro de la República, la sexualidad de los españoles desde mediados del siglo XIX a la Transición siguió el guion de la Iglesia. Juan Eslava Galán, autoridad en la materia, desgrana en 'Lujuria' los asuntos de alcoba.

Fotograma de una película porno rodada a petición del rey Alfonso XIII en Barcelona, en los primeros años 20.

Fotograma de una película porno rodada a petición del rey Alfonso XIII en Barcelona, en los primeros años 20.

NÚRIA NAVARRO

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Como aquel brandi peleón, el sexo entre mediados del siglo XIX y la Transición fue cosa de hombres. De clase alta, se entiende. Del resto se encargó la Iglesia, que ya en 1869, con los nervios de punta por el avance del socialismo y del evolucionismo ateo, convocó el Concilio Vaticano I, se aseguró el control de la educación y marcó el guion en las alcobas.

Según Juan Eslava Galán, autor de Lujuria -primera entrega de Destino sobre los pecados capitales de España-, también el sexo conyugal de los potentados era frustrante. «Al notar la aproximación del marido, la esposa se arrodillaba en la cama y con los ojos puestos en el crucifijo, recitaba: 'No es por vicio ni fornicio, que es por dar hijos a tu servicio'». Porque la mujer decente estaba obligada a sentir repulsión por el sexo. «Debían fingir que carecían de libido», anota Eslava.

Los caballeros, en cambio, le daban salida con una vistosa querida -figura tolerada-, o acudían a los burdeles, que eran «algo tan chic como el casino», con la ilusión de toparse con una diestra en la presa de Cleopatra (masaje vaginal del pene muy codiciado en la época), o se contentaba con mostrar en la sala de fumadores su colección de postales eróticas llegadas de Francia. «Cuando los retratistas de muertos españoles vieron que el negocio decaía, se dedicaron a esas postales y, ya en manos de todos, pasaron a ser cosa de viciosos», anota Eslava.

Libre de juicio estaba la realeza. La rolliza Isabel II fue una reconocida depredadora sexual. Tuvo amantes a porrillo, cosa que los hermanos Bécquer airearon en Los borbones en pelota, una colección de acuarelas satíricas sobre su real ninfomanía. Más tarde, y pese a su halitosis, el lascivo estrella fue Alfonso XIII, dueño de una ígnea colección de imágenes eróticas, consumidor de pelis porno rodadas por los hermanos Baños bajo sus indicaciones  de casting (como a Víctor Manuel II de Italia, le gustaban más bien rellenas y hediondas) y cliente fijo de una suite en París donde apenas se ponía el calzón.

La República oreó el ambiente. Se prodigó el amor libre y en Catalunya apareció el nudismo de la mano de Núria Serra Grifols, miembro activo de la Liga mundial para la reforma sexual creada en 1928 para defender la igualdad. Triunfaron el estriptís y los concursos de belleza, con títulos tan hilarantes como Miss Fábrica de Encurtidos y Patatas Fritas de Navalmoral. Hubo alegría hasta que estalló la guerra civil, que según Eslava empezó suelta, porque la Iglesia permitió prostíbulos en el frente nacional y en el republicano una legión de prostitutas se calzaron el uniforme de miliciana. Hasta que los sanitarios no dieron abasto para atender tanta blenorragia.

La etapa negra

Con Franco «llegó la etapa más negra de la sexualidad». Al gallego le interesaba poco el tema, más allá de admirar a distancia a señoras compactas como Sofía Loren, Juanita Reina y Federica de Grecia (la mamá de Sofía). Así que, a cambio del apoyo de la Iglesia, el dictador le cedió el control de las costumbres. Y los obispos se tomaron muy a pecho el sexto mandamiento. Los rosarios echaron chispas y «el qué dirán» crio unas raíces más robustas que el eucalipto.

Excepto, otra vez, los ricos. Ellos iban al meublé -«un hecho diferencial barcelonés»-, o a cazar plan en la barra de Chicote, el bar madrileño de don Perico, que tanto servía el pica-pica en las partidas de caza de Franco como encubría a profesionales muy distinguidas. «El resto era un país de masturbadores», sentencia Eslava, y encima con la angustia de oír a los médicos meapilas que la paja traía la ceguera, el reblandecimiento de la columna vertebral y la idiocia.

A finales de los 50 la censura seguía pasando la tijera y la libido del país era una olla a presión. Tanto, que cuando se estrenó El último cuplé se abrió la tierra. «En algunos pueblos la película estuvo en cartel un año, porque iban de villas vecinas en excursión solo para ver la escena donde un señor intenta morder una teta a Sara Montiel». Y llegaron las primeras turistas en biquini a las costas, la televisión amplió horizontes en la España profunda, y la Vespa y el Seicientos permitieron a las parejas abandonar la fila de los mancos en los cines y los setos de los parques y faenar en el campo con menos sobresaltos.

«Pero el logro más ambicioso de la mujer fue su derecho al orgasmo -sentencia Eslava-, condición de toda democracia». Eso llegó a España en los 60 con la píldora. Luego vino el destape, con Susana Estrada como sacerdotisa del despendole. Aunque al país entero le fue revelado el fin del acogote el 2 de septiembre de 1976, cuando se dirigió al quiosco y vio a Marisol, la niña mona del régimen, mostrando los pechos en la portada de Interviú. El resto, ya saben.