Análisis

Más cizaña que trigo

Juan José Tamayo

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Hace 31 años que Joseph Ratzinger llegaba por segunda vez a la ciudad del Vaticano. La primera fue para participar en el concilio Vaticano II como asesor teológico junto a colegas tan prestigiosos como Edward Schillebeeckx, Karl Rahner, Yves Mª Congar, Chenu, Bernhard Häring, Hans Küng y otros. Eran tiempos de reforma, a la que contribuyó eficazmente. La segunda vez era para quedarse sine die. La estación reinante en el Vaticano no era la primavera eclesial del Vaticano II, sino el comienzo de una larga invernada que iban a encargarse de mantener el Papa Juan Pablo II que le había llamado y él mismo en plena sintonía. El teólogo Ratzinger, nombrado cardenal por Pablo VI, llegaba entonces para sentarse en el sillón de mando de la todopoderosa Congregación para la Doctrina de la Fe y dictar sentencias, la mayoría condenatorias, contra sus compañeros: profesores de teología, de moral católica, de historia de la Iglesia, algunos colegas de la universidad y del aula conciliar, acusados de errores graves en su interpretación de los dogmas del cristianismo. Durante casi un cuarto de siglo estuvo instalado en el epicentro del poder de la Curia romana. No había asunto importante que no pasara por sus manos. Redactaba los documentos de mayor relevancia teológica y moral. Intervenía, directa o indirectamente, en el nombramiento de obispos de todo el mundo. Presidió la Comisión Teológica Internacional y la Pontificia Comisión Bíblica. Fue redactor del catecismo. Por su mesa pasaron las numerosas denuncias de abusos sexuales de sacerdotes y religiosos en colegios, residencias y parroquias. También las acusaciones de las aberraciones de Marcial Maciel, venidas de todas las partes donde los Legionarios de Cristo tienen colegios, universidades, residencias e instituciones. Era la persona mejor informada de la Curia, mejor incluso que el Papa.

Sin embargo, actuó con una doble vara de medir. Intolerante e inmisericorde con los colegas que disentían de sus planteamientos, mientras que guardó en el fondo de los cajones de la Congregación los casos de abusos, e impuso silencio a las víctimas para evitar el escándalo en vez de poner a los culpables en manos de la justicia y de sancionarlos con las penas que contempla el derecho canónico.

Durante sus años de pontificado no pararon de llegarle escándalos tras escándalos. Y siguió aplicando la ley del embudo: rigidez y sanciones para las teólogas y los teólogos -por ejemplo, contra Jon Sobrino- acusados de errores doctrinales que solo están en su mente de guardia de la ortodoxia y falta de firmeza para los delitos sexuales, irregularidades financieras, actos de deslealtad. Creo que, ni cuando estaba al frente de la Congregación ni cuando ha ejercido como Sumo Pontífice, ha sido capaz de separar la cizaña del trigo. Y, ¿qué ha sucedido? Que la cizaña no ha dejado crecer el trigo, y en el Vaticano hay más cizaña que trigo. Al final, se le han acumulado todos los problemas que no resolvió a tiempo y se ha visto obligado a dimitir. Decisión a elogiar, pero siempre que antes hubiera limpiado el Vaticano.