FRANCISCO JOSÉ ANDRÉS . LA DEPENDENCIA DEL JUEGO PRESENCIAL

«El premio no lo daba el dinero»

Francisco J. Andrés, libre de su antigua adicción a las tragaperras.

Francisco J. Andrés, libre de su antigua adicción a las tragaperras.

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Entraba en el bar, pedía una consumición (o no) y se ponía a jugar a la tragaperras. Estaba allí, expuesto a las miradas de todos. De los clientes del establecimiento, del dueño de local, de los transeúntes de la calle. Poco le importaba. Él ya los había perdido de vista. «Al insertar una moneda te atrapaba una burbuja y no veías más. Me evadía por completo», relata Francisco José Andrés sobre su época de jugador compulsivo.

Mientras esperaba para una de sus visitas a domicilio como trabajador de una empresa de servicios, la parafernalia de luz y melodías del slot de un bar llamaron su atención, como ha pasado con tantos otros. Fue entonces cuando tuvo la «mala suerte» de que le tocara el premio gordo con solo una moneda. Esas 10.000 pesetas fueron la cadena que le fue arrastrando a pies de la tragaperras durante los siguientes días. A partir de ahí, el desenfreno: «En poco más de dos meses ya había entrado en auténtico pique con la máquina», recuerda Andrés, de 51 años.

Cuando quiso darse cuenta gastaba una media de 100.000 pesetas al mes, con sesiones frenéticas «de hasta seis horas» y desembolsos que llegaban a las 25.000 pesetas los días más críticos. Aprovechaba el trabajo para jugar lejos de su hogar y evitar sospechas del entorno. Sin saber cómo, la recompensa dejó de ser material. «El mayor premio ya no te lo daba el dinero. Era entrar en la burbuja, evadirte del trabajo y los problemas personales», dice. Sensaciones que solo le daba el juego.

Andrés entró así en una dinámica perdedora que le llevó a buscar fuentes de ingresos alternativos a la desesperada. Primero fue el capital que ingresaba mensualmente para pagar la hipoteca del piso en el que había invertido. La gula del juego le empujó a pedir adelantos de la nómina. Y cuando eso se reveló insuficiente recurrió a pagos de clientes, montándose «chanchullos» para eludir el control de la empresa. Un cambio de destino laboral requirió un balance de su gestión y dejó al descubierto el desfalco: 350.000 pesetas. La «necesidad de seguir jugando» le hizo perder el trabajo -«se portaron bien, lo descontaron del finiquito, sin denunciar», recuerda-. También perdió el piso.

Temeroso de que el juego arruinara su vida entera y le hiciera perder todo lo que no tiene precio, confirmó las sospechas de la familia y se puso en manos de especialistas para tratar de frenar su adicción. Ahora, tras 10 años sin apostar siente «pena y rabia» por lo que podría tener si no hubiera derrochado su dinero. Una década en la que ha aprendido que las mejores burbujas no están en la máquina de un bar.

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