Seis historias

La plaza de todos

 La Monumental celebró su primera corrida en 1915 ante 22.000 espectadores que pagaron entre 1,75 y 3,75 pesetas. Hoy, con el fetiche José Tomás al frente, el coso barcelonés recibe la puntilla. En ese siglo transcurrido, la plaza no ha vivido solo gestas taurinas. Música, política y la vida social de la ciudad generaron muchas historias. Estas son seis de ellas.

La Monumental deja un legado de grandes episodios. De los Beatles a José Tomás, seis historias, seis, de la plaza que se va

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Rock en el ruedo La Monumental evoca, para muchos catalanes, inflamadas noches de música y bautismos con figuras internacionales. Los Beatles la estrenaron para el pop en 1965, aunque su edad de oro llegó tras el franquismo: los Rolling Stones, Bob Marley, The Police, Bruce Springsteen...

Para muchos barceloneses y catalanes, la Monumental no sabe a sangre y arena, sino a vatios y experiencias iniciáticas en el pop y el rock. Es la memoria emocional de, al menos, un par de generaciones, cuyo minuto uno hay que situarlo en la noche del 3 de julio de 1965, cuando los Beatles se plantaron en el coso taurino procedentes del hotel Avenida Palace, en la Gran Via.

Las crónicas hablan de una plaza con más de tres cuartos del aforo ocupado. Unas 18.000 personas que debieron de soportar un vía crucis hasta la actuación de los Fab Four: antes que ellos desfilaron la Orquesta Florida, Los Shakers, Michel, la Trinidad Steel Band y, ya con honores de celebridad, Los Sírex, que sacaron punta a su éxito de la temporada, La escoba. Todo ello, presentado por Torrebruno. Mientras, en los camerinos, los cámaras del No-Do acosaban a Lennon, McCartney, Harrison y Starr hasta en sus escapadas a los lavabos. Por fin, hacia medianoche, el grupo asaltó el escenario con los acordes de Twist & shout.

Tocaron 12 canciones, entre ellas ocho de Lennon y McCartney, como Can't buy me love, A hard day's night y Ticket to ride. Los equipos de amplificación de la época no permitían sonorizaciones sofisticadas, y de los altavoces salía una madeja confusa de guitarras y voces estridentes, pero la emoción del momento se impuso a la alta fidelidad. Por una vez, en pleno oscurantismo franquista, el país participaba de un fenómeno internacional, a la vez popular y vanguardista, justo cuando tocaba, ni un minuto más tarde. Y no quedaba mucho tiempo: solo un año después, los Beatles dejaron de actuar en directo para concentrarse en las grabaciones.

Pero, aunque los Beatles aseguran el paso de la Monumental a nuestros anales del pop, su edad de oro como sede de conciertos llegó con el posfranquismo. En 1976, Gay Mercader consideró que el pabellón del Joventut de Badalona era pequeño para los Rolling Stones y los programó en la plaza en su sonado estreno ibérico.

Los agitados 80

El público potencial de los conciertos era muy inferior al actual, y la Monumental se reservó para figuras populares: en 1979, con el jazz-rock en auge, acogió a Jeff Beck con Stanley Clarke, The Weather Report y Camarón; en 1980, a Santana, Larry Coryell y Diego Cortés, así como la puesta de largo de The Police, con XTC y Dr.

Feelgood, y el cartel de rock duro de Rainbow, UFO y Def Leppard.

Como llevábamos retraso respecto a otros países europeos en consumo de rock stars, la Monumental se pasó los años 80 acogiendo artistas de alto nivel que en su momento de eclosión nos habían visitado poco o nada. Gente como Genesis (1981), Black Sabbath (1983), Rod Stewart (1983 y 1986), Stevie Wonder (1984) y Yes (1984). El recinto fue coto de figuras masivas: Tina Turner (1987 y 1990), Bruce Springsteen (su aventura sin la E Street Band, 1992), Dire Straits (1992), Mike Oldfield (1993)... además de Miguel Ríos (gira Rock en el ruedo), Sabina, El Último de la Fila, Sau... El Palau Sant Jordi mató el alma pop de la Monumental. Quedan los recuerdos, siempre imposibles de batir. JORDI BIANCIOTTO

Gestas y agonías Manolete y José Tomás han sido los toreros fetiche de una plaza que en los últimos tiempos apenas contaba con 400 abonados.

Cuando Pedro Balañá se puso al frente de la Monumental corría 1927 y aún faltaban eones para que los empresarios hablaran en términos de reestructuraciones de personal y márketing. Sin embargo, lo primero que don Pedro hizo al ocupar su nuevo despacho fue despedir a las seis personas de la oficina y pensar de qué manera podía colgar cada tarde el cartel de «no hay billetes». Siempre demostró tener olfato: con la misma agilidad con la que dejó atrás su militancia en la Unió Federal Nacionalista para, tras la guerra, abrazarse al régimen y organizar corridas de la Victoria, también comprendió que una plaza con 25.000 localidades necesitaba un fetiche de masas. Y lo encontró en Manolete, el diestro que, según las crónicas de la época, «se recreaba en el misterio trágico del toreo» y conectaba como nadie con el espíritu de la posguerra.

El diestro cordobés debutó en Barcelona en octubre del 39 y toreó más de 70 corridas. Para dar más octanaje al show, el temido y respetado Balañá exprimió la rivalidad entre Manolete y el mexicano Carlos Arruza, con cuyos apoderados entabló un triángulo cuajado de conflictos que se ventilaban de puertas adentro. En el quinto toro, cuenta su hijo, ya negociaba con los representantes la corrida del día siguiente, para que cuando la concurrencia abandonara las gradas se topara con carteles que decían «mañana, mano a mano Manolete-Arruza» y se fuera a paso ligero hacia las taquillas.

Del mandarín de la Monumental, se decía que jamás firmaba un contrato, que siempre llevaba dos sobres en la chaqueta (uno con lo pactado con el torero y otro con extras si la faena había sido extraordinaria) y que una vez incluso dio la vuelta al ruedo con diestros, espadas y ganaderos tras una tarde de apoteosis firmada por Pepe Bienvenida y Manolete. Cuando el torero murió (dos curiosidades: cobraba 250.000 pesetas por corrida y siempre se hospedaba en la habitación número 1 del Hotel Oriente), Balañá afrontó los años 50 sacándose del puro otro pulso entre nuevos gladiadores: Joaquín Bernadó y Chamaco, que toreó hasta cuatro veces a la semana. Y en los 60 se apuntó al arte amarillista del Cordobés.

El ocaso

Con ellos, la taquilla seguía humeando, pero ya nada fue igual. El epitafio que sigue lo firmó años atrás Néstor Luján: «Manolete era un torero excelente, se la jugaba (...) Representaba unas virtudes de señorito andaluz con las que podías o no estar de acuerdo, pero significaban una forma de entender la cultura. El toreo de los otros era teatro. Lo de Chamaco y El Cordobés fue una visión neocapitalista y calculadora». Y seguía: «Los toros fueron en Catalunya, tras la guerra, de gran interés para una aristocracia textil que se sintió apasionada por la figura casi aristocrática de Manolete, que representaba la España vencedora. Esa burguesía se encontró sin ídolo al tiempo que entraba en crisis. En Catalunya los toros son desde hace años un espectáculo residual».

Más cercano al divertimento que al tarro de las esencias, el toreo en la Monumental, que ha vivido siete cogidas mortales, empezó a dar signos de agonía en los 60, cuando el personal cambió el toro por el 600. Cuando José Tomás, ese diestro que ha convertido cada corrida en una escena de la Pasión, cierre hoy la plaza, apenas 400 personas darán jubilación a su abono. NÚRIA MARRÓN

Guantazos para partirse El boxeo y el circo son hoy compañeros de decadencia de los toros, pero hubo una época en la que el `ring' y la carpa tenían raíces en esa arena.

Sin ser matador ni rockero, a Paulino Uzcudun le corresponde la gloria de haber dado una de las mejores tardes a la Monumental. Él embestía y sus rivales terminaban sangrando mucho. El 18 de marzo de 1926, el coso albergó el cuadrilátero en el que se libró la pelea por el título europeo de los pesados, un acontecimiento en la época. El boxeo era un deporte en auge, y Uzcudun, un ídolo. Vasco de caserío y robusto como un buey, se lo puso fácil a quienes lo bautizaron como El leñador. Aquella tarde hizo astillas al italiano Erminio Spalla, que en Barcelona defendía la corona y allí la cedió, por puntos.

Boxeo y circo. Tortazos y tartazos. Dolor y risas. La Monumental era un recinto multiusos antes de que ese término se hubiera inventado. Los tipos duros de nariz chata eran espejos cóncavos para los hombres del siglo XX. El boxeo generaba figuras igual que el toreo. Eran tiempos en los que, del mismo modo que no estaba mal visto que un tipo resuelto e iluminado por un extravagante traje torturase hasta la muerte a un animal, a todo el mundo le parecía tan normal que dos hombres se molieran a guantazos hasta que uno de los dos doblase la rodilla, como el toro después de la estocada, eso tan artístico.

A medio camino entre el boxeo y el circo se ubica lo ocurrido en la Monumental el día de Sant Jordi de 1916. Circulaba por la ciudad 'aún analfabeta en boxeo' el inglés Fabien Avenarius Lloyd, alias Arthur Cravan, poeta, provocador, sobrino de Oscar Wilde y a ratos púgil que cruzó puños con un boxeador de categoría. El campeón del mundo Jack Johnson, «negro de 110 kilos», contra Arthur Cravan, «blanco de 105 kilos», anunciaba el cartel, que también daba razón de que en el «match» había en juego 50.000 pesetas (en 1916 un buen traje de caballero costaba 50 pesetas). 5.000 personas se tragaron la farsa hasta que Johnson noqueó en el sexto asalto al poeta, luego convertido en mito por la vía de una rara desaparición en un velero en el Golfo de México.

Pero la arena multiusos de la Monumental ha visto espectáculos mucho más esperpénticos, como esas funciones circenses en las que un mono con sombrero cordobés paseaba a los niños en un carrito. Eran años en los que la palabra friqui tampoco se había inventado por aquí. ELOY CARRASCO

Días de puños en alto y rosas rojas

Los socialistas celebraron el apoteósico mitin final de la campaña de 1982 en el coso barcelonés. Eran las elecciones del cambio.

Hacía frío aquel domingo, el penúltimo de octubre. Pero el tiempo desabrido, con esa humedad tan barcelonesa que acartona los abrigos, no impidió que se aglomeraran unas 60.000 personas en la Monumental, 30.000 entre la arena y los tendidos, y otras tantas apretujadas en los alrededores de la plaza. La organización instaló una pantalla gigante en la esquina de Gran Via con la calle de Marina, y hubo lío y pitos porque un problema eléctrico impedía que se escucharan los parlamentos por megafonía. Un domingo desapacible de puños y rosas.

Se trataba del mitin socialista de cierre de campaña, con la presencia estelar de Felipe González, quien, por cierto, apareció a las tantas, procedente de Zaragoza, en autocar. Nos remontamos a 1982. El año en que Maradona, el Pelusa, llegó al Barça. El año del Mundial y el Naranjito. El mismo año en que fallecían Romy Schneider, Grace Kelly e Ingrid Bergman. Felipe, el esperado, acababa de estrenar la cuarentena, que al parecer es una década muy decisiva.

Ejercieron de maestros de ceremonias Narcís Serra, a la sazón alcalde de la ciudad; el filósofo Xavier Rubert de Ventós, que se presentó a sí mismo como portavoz «de un grupo social, los intelectuales»; y la actriz Mónica Randall, quien abrió la noche socialista en el coso barcelonés con un eslogan que vendió bien: «¡Bienvenidos todos los que estáis por el cambio!».

Deseo compartido

En efecto, eran las elecciones del cambio. La expresión de un deseo compartido. El país venía del descalabro de la UCD y el tejerazo, con el persistente acompañamiento de los atentados de ETA. Si los españoles habían elegido a Suárez para comandar el tránsito desde la dictadura franquista, decidieron también que los muchachos del traje de pana pilotasen la consolidación de las instituciones democráticas. «A España no la conocerá ni la madre que la parió», exclamó Guerra; es decir, el lenguaraz Alfonso, que no el célebre torero cordobés.

Cuatro días después del mitin en la Monumental, el PSOE ganaba los comicios con una espectacular victoria preñada de ilusiones: por primera vez desde la República, el país iba a estar en manos socialistas. El vuelco normalizaba el ruedo ibérico tras la guerra, la piel de toro tan dada al cainismo, la sangre y el esperpento. Como escribió por entonces el taurófilo Albert Boadella, «solo la zarzuela puede representarnos aún con cierta exactitud en el ámbito dramatúrgico».

Las hemerotecas suelen estar cargadas de veneno, de espejos que enfrentan a la memoria con su imagen distorsionada. En aquel mitin histórico en la plaza que hoy se clausura, el líder socialista afirmó ante el público expectante: «Nunca digo en campaña algo que después no pueda mantener». Lo recoge este periódico, junto a una foto de Carmen Romero en vaqueros y una camiseta con la consigna I love you, Felipe. Años después vinieron los juegos trileros con el referéndum de la OTAN. Eso y otras tantas desilusiones. OLGA MERINO

Pan y farándula El punto de socialización durante la posguerra para la burguesía textil catalana fueron los palcos y los tendidos, pero siempre desde la discreción.

Hubo un tiempo en el que en los corrillos de Canaletes solo se hablaba de Kubala y de Chamaco, el último diestro que hizo ganar pesetas largas a los Balañá. Un tiempo en que las familias soñaban con que les saliese un hijo futbolista o torero que los alejara de las dentelladas del hambre. Pan, fútbol y toros. El buche lleno y el pueblo entretenido.

El 18 de mayo de 1947, el Generalísimo Franco presidió una engalanada Monumental en compañía de su esposa y de su única hija, Carmencita. La corrida fue el colofón de una visita a Barcelona, donde el Caudillo había convocado un inusual consejo de ministros que debatió la renovación de la industria textil, pal de paller de una burguesía que optó por el pragmatismo acomodaticio de hacerse más o menos franquista. Durante la larga posguerra, los empresarios de las hilaturas copaban los 28 palcos de la Monumental, y dicen que si alguno acudía del brazo de una querida oxigenada, el respetable sabía mirar hacia otro lado. El venerado comedimiento de los catalanes'

La Monumental nunca fue escaparate. El público no acudía a los toros para salir en la foto o pavonearse, sino por afición benevolente. José Luis Cantos Torres, autor de La Monumental de Barcelona. De Joselito el Gallo a Manolete (Círculo Rojo), sintetiza así el espíritu del ruedo barcelonés: «Las Ventas, en Madrid, sería la madre de las plazas; la Maestranza sevillana, el padre, más severo; y la Monumental, la abuela, no tan estricta».

Famoseo en los tendidos pero siempre desde la discreción, salvo algún genio arrauxat como Salvador Dalí y Xavier Cugat. Serrat, el nano del Poble Sec, también acudía a los toros. Posa en la fotografía junto a su amigo Sebastián Palomo Linares. Corrían los años 70, y todo estaba a punto de transformarse. También la afición catalana, que iba a dejar a los turistas su lugar en la andanada sol. OLGA MERINO

El grito de Companys El presidente de la Generalitat lanzó en un gigantesco mitin celebrado el 7 de marzo de 1937 su lema «¡Madrileños, Catalunya os ama!».

El propietario de la Monumental (y de la Pedrera), Pere Milà, huyó de Barcelona poco después de que empezase la guerra civil. La actividad taurina se suspendió pronto, con la excepción de alguna novillada en beneficio de las milicias, y durante el primer año de la guerra, antes de que los bombardeos empezasen a ser una amenaza continua sobre la ciudad, el coso acogió algunos de las mayores concentraciones políticas celebradas en Barcelona, para ser convertido brevemente en punto de reclutamiento e instrucción a finales de 1937 y después en garaje y taller de vehículos, tras arrancar bancos de las gradas e instalar incluso rampas de acceso.

Pero antes de llegar a este estado de abandono (que obligó a la esposa de Milà a vender unas esmeraldas en 1939 para costear las obras necesarias para reabrirla), la plaza fue escenario de varias manifestaciones de la Barcelona aún no derrotada, de las que han quedado imágenes para la historia de fotoperiodistas como Centelles, Brangulí, Pérez de Rozas, Sagarra, Casas y Puig Farran. El 25 de octubre de 1936, el gran mitin en el que la UGT, el PSUC, la CNT y la FAI y se comprometían a emprender una política de unidad sindical, con Joan Comorera, Rafael Vidiella (PSUC) y Mariano Rodríguez, Marianet, (CNT); el 8 de diciembre de 1936, el gran homenaje a los amnistiados por los hechos de octubre de 1934; el 11 de abril de 1937, un acto en favor de los hospitales de sangre, con Federica Montseny...

Pero quizá el momento estelar de la historia de la plaza durante la guerra fue el gran mitin de solidaridad con los defensores de Madrid del 7 de marzo de 1937. De aquel día quedan para el recuerdo la imagen de la jovencísima Teresa Pàmies ante el micrófono y la de un niño refugiado de Madrid pidiendo ayuda a los barceloneses envuelto en lágrimas, ambos fotografiados por Centelles. Y, sobre todo, el discurso de Lluís Companys en el que proclamó aquel «¡Madrileños, Catalunya os ama!». El Comissariat de Propaganda hizo una gran difusión de un cartel con ese lema y un montaje de las diversas fotografías que Brangulí tomó del president ese día. ERNEST ALÓS