Bruselas quiere prohibir 3 sustancias, limitar unas 20 y advertir de otras 86 ante posibles alergias

El penúltimo alquimista

Fragancias 8 El perfumista Ramón Monegal, durante una prueba olfativa.

Fragancias 8 El perfumista Ramón Monegal, durante una prueba olfativa.

V. V. L.
BARCELONA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Nota de cata: el efluvio de la pasión de la rosa envuelto en el intenso carácter de la madera. Muy osado definir en clave aromática la personalidad de un maestro perfumista. Solo un intento de traducción olfativa tras escuchar las palabras de Ramón Monegal (Barcelona, 1951) para hablar de sus cuatro décadas olisqueando creatividad.

Sabe como pocos que la nariz no es la mejor credencial de la especie humana, pero despliega argumentos a favor: «Tiene una conexión con el cerebro que desencadena el factor emocional». Habla del olor que recuerda al abuelo y a la casa de vacaciones de la infancia. Fragancias «grabadas en el disco duro» y que reproducen una imagen. «El perfume va por delante de la persona y por detrás: cuando alguien se marcha, incluso a otro mundo, allí sigue su olor», explica.

También al venir a este mundo, asegura, pues es el olfato «lo primero que usa el recién nacido para reconocer a su madre». Una reacción natural que luego se desvirtúa «por la educación» recibida. Esa es una de las asignaturas pendientes del sector: instruir a las personas sobre el rico universo de las esencias.  «Nos hemos gastado millones en poner la cara de Scarlett [Johansson] a un perfume, no en enseñar su sentido. Ahora todo es imagen», se queja.

¿Y qué habría que enseñar? «Los valores que transmite, por los que perdura. El incienso y la mirra de los Reyes Magos, las resinas de la liturgia». Y opciones prácticas. «Maridar la imagen personal con la olfativa. Armonizar el perfume con la forma de vestir y de peinarse», explica.

Un maridaje que encuentra nuevas posibilidades de talento en la simbiosis con disciplinas como la música, la gastronomía y, sobre todo en su caso, la literatura.  «Los olores son como las palabras, según se combinen tienen un significado», añade. Aunque reconoce que ni la mejor fórmula estará a la altura del potencial animal: «transmitir actitudes». «Nosotros nos limitamos a conectar la nariz al estómago», dice.

Otra limitación que detecta es la tendencia en el sector, «industrializado en exceso», perdiendo la tradición artesanal. «Se agota la innovación, hay miedo a arriesgar y todo depende de tendencias. ¿Desde cuándo hay un olor para verano y otro para invierno?», se queja.

La seducción

Pese a todas las limitaciones, él ha adaptado el proceso de alquimia, pasando de la «intuición» inicial a seguir un guion con el que adaptar las cerca de 10.000 materias censadas -«a efectos prácticos, no uso más de 400», reconoce- según el objetivo. Aunque asegura que puede ser perfumista «cualquiera con un mínimo de sensibilidad y que haya podido desarrollar criterio con las lecciones de un buen maestro», no muchos están en condiciones de poner olor a pulsiones humanas como la seducción: «El pachulí da intensidad, combinado con el jazmín, que aporta mala leche, y con el poder del cuero».

Tampoco vacila al poner olor al mundo actual: «Huele a dinero, a papel podrido y tinta rancia». ¿Y si pudiera cambiar la pestilencia por fragancia? «La tierra húmeda, el olor de las raíces, que te dice que estás bien plantado y conservas el equilibrio y la esencia».