relato de un superviviente de los campos franceses tras la guerra civil

Lluís Martí : «Miro el telediario y me veo a mí mismo»

Un excombatiente republicano que pasó unos meses en el campo de refugiados de Argelès, en el sur de Francia, recuerda la infame experiencia, lo mal que fueron recibidos y luego tratados, y traza un paralelismo con los desesperados que hoy tocan a las puertas de Europa.

MAURICIO BERNAL

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Lluís Martí llegó a la frontera francesa el 12 de febrero de 1939. Tenía 15 años y formaba parte de la Guardia de Asalto del Ejército Republicano, que había delegado en sus integrantes más jóvenes la tarea de buscar a los soldados que quedaban desperdigados  tras la batalla, y de conducirlos a los lugares donde se reagrupaban sus unidades. Había retrocedido al mismo ritmo al que las tropas franquistas habían ganado terreno en su avance hacia Barcelona, siempre cerca del frente de batalla, y por esa razón estaba en la ciudad el mismo día de la caída, el 26 de enero. «Fuimos de los últimos en salir hacia Francia», recuerda. Parte de la ciudad estaba tomada por los nacionales cuando emprendió la huida con su compañero Ángel Záforas, pero Martí conocía bien el terreno y se metió por montes para esquivar al enemigo, y en Montgat entró en contacto con la retaguardia de la retirada republicana. Le tomó dos semanas llegar a pie hasta la frontera.

«Los franceses finalmente habían abierto el paso y aquello era un desmadre. Los gendarmes separaban a los hombres de las mujeres, a los padres de los hijos, un desmadre que no se puede concebir si no se ve». La decepción fue mayúscula: como todos sus compañeros de lucha, Martí esperaba que en Francia los recibieran como héroes, soldados de una causa compartida, y que los trataran en consecuencia. «Íbamos al país de los derechos humanos, el país que había hecho una gran revolución y que había sido ejemplo para el mundo, pero cuando entramos allí nos dimos cuenta de que era al revés. Los gendarmes nos trataban como si fuéramos los culpables de todo; si llevabas un reloj en la muñeca te lo quitaban enseguida, porque daban por hecho que lo habías robado. El trato de asilados políticos que esperábamos no nos lo dieron entonces ni nunca». Al cruzar la frontera, sin embargo, sí habían cambiado de estatus: se habían transformado en refugiados.

Estaban en Le Perthus, y esa noche los pusieron a dormir en un campo de olivos, al raso, pero hacía tanto frío que al día siguiente todos los árboles habían desaparecido porque los habían quemado para calentarse. «Éramos miles de personas. Después de la selección que habían hecho en La Junquera casi todos éramos hombres, porque a las mujeres, los niños y los ancianos se los habían llevado en trenes a otros lugares de Francia». Esa mañana los formaron en columnas de tres y los hicieron marchar por la carretera, custodiados por guardias senegaleses que llevaban el machete cruzado a la espalda y gendarmes a caballo que les mostraban el camino. «Era una fila interminable, y si te salías los senegaleses iban y te amenazaban con el machete para que volvieras a tu sitio. Nos trataban peor que a prisioneros enemigos». No les daban comida ni bebida, y los que no tenían algo en el macuto empezaban a desfallecer.

Diarrea total

Fueron conducidos al campo de refugiados de Argelès-sur-Mer, que no era más que un descomunal pedazo de playa que había sido delimitado con alambre de púas, donde reinaba el desgobierno y no había nada parecido a unos servicios mínimos. «Un trozo de playa de dos o tres kilómetros, pero ni siquiera se veía la playa por la cantidad de gente que estaba ocupándola. Yo creo que había unos 60.000 o 70.000 hombres». Martí, y seguramente la mayor parte de los recién llegados, aún tenían la esperanza de que aquello cambiaría, pensaban que la avalancha de refugiados había cogido a los franceses por sorpresa, que las condiciones sin duda mejorarían. «La primera noche miramos de abrigarnos bien para evitar el frío, y nos dimos cuenta de que el que estaba solo, el que no tenía compañeros, estaba condenado a muerte, porque no iba a conseguir comida, ni a encontrar un buen lugar donde dormir. Záforas y yo encontramos a cuatro compañeros de la Guardia de Asalto y ya éramos seis, y nos podíamos defender más, el que llevaba algo de comer en el macuto lo compartía con los demás, se compartían las mantas, así íbamos tirando».

No se hablaba de comida porque no había nada de comer ni de beber, y allí se dieron cuenta de que no tenían más alternativa que beber agua de mar si querían sobrevivir, pero sus estómagos vacíos no lo resistieron. «Se generó una diarrea total en toda la playa, una diarrea casi general. No veías más que gente defecando donde rompían las olas, porque teníamos que hacerlo ahí, donde el agua se lo llevara todo. A la gente le salía sangre porque no tenían nada en el cuerpo». Seis días transcurrieron en esas condiciones, sin recibir nada de comer ni de beber, abandonados a su suerte, obligados a echar mano del ingenio para sobrevivir. La llegada de las primeras letrinas desató una pequeña ola de alborozo, pero eran a todas luces escasas para tanta gente, y además había poca humanidad detrás del gesto: se trataba de la iniciativa de una empresa privada que vio en la colosal producción de heces una oportunidad única de conseguir abono gratis; se llevaban los bidones con el contenido.

Un camión con panes

«Al séptimo día por fin llegó un camión descubierto lleno de panes, avanzó hasta donde lo dejó la multitud y desde arriba empezaron a lanzarlos, pero los panes no tocaban el suelo porque había muchas manos para cogerlos». Puede parecer que sí, pero estos hombres no habían perdido ni mucho menos la dignidad. Martí recuerda que a partir de cierto momento, cuando llegaba el camión «y se formaba el espectáculo aquel», una avioneta sobrevolaba el lugar filmando lo que ocurría abajo. «Cuando eso pasaba nosotros dejábamos caer el pan al suelo y nos quedábamos mirando hacia arriba, y todos al mismo tiempo levantábamos el puño». Entre la mierda, orgullo.

Al final era un pan redondo de un kilo por cada cuatro hombres, es decir, 250 gramos por persona. Al día. «Después de eso empezaron a llevar latas de sardinas, y nos teníamos que organizar por centurias porque los franceses repartían por centurias, por cada 100 hombres ellos daban 25 panes y unas cuantas latas de sardinas. Lo que pasa es que ahí entró a jugar la picaresca de los españoles, porque en sus cuentas a los franceses les salían como un millón de personas».

El primer camión cisterna con agua potable apareció al cabo de dos semanas; para dormir se cavaban hoyos en la arena, pero no podían ser demasiado profundos, porque enseguida estaba húmeda; se extendieron los piojos y la sarna. «Hacíamos campeonatos a ver quién mataba más piojos de una vez. Tensábamos el pantalón, apretábamos con el pulgar todo lo que podíamos y levantábamos el pantalón a ver cuántos piojos habían muerto». En un barracón acondicionado como enfermería se fabricaba un ungüento casero que los refugiados con sarna se aplicaban por todo el cuerpo por las noches. «Quemaba una barbaridad».

Con los muertos

Cada mañana los camilleros recorrían el campo preguntando dónde estaban los muertos. «En ese lugar murieron miles, miles de personas». Martí había sufrido problemas respiratorios desde niño y un día se sintió ahogado y fue a la enfermería. Allí lo atendieron y lo acostaron en una camilla. «Y de repente me di cuenta de que me habían puesto con los que se iban a morir, así que enseguida me escapé y me fui a reunir con mis compañeros». Les dijo entonces que si fallecía debían enterrarlo allí mismo, en la playa; que él quería morir con su gente. «Pero los compañeros me cuidaron. Uno que tenía unos guantes de piel los cambió por un bote de leche condensada, que luego me dio a mí». Los solitarios no sobrevivían.

Martí pasó seis meses allí y luego fue trasladado a otros campos; después luchó contra la resistencia francesa y con el maquis contra el franquismo, y pasó seis años en una prisión de Burgos por imprimir propaganda contra Franco; en el 2006 recibió la Creu de Sant Jordi por su lucha contra el fascismo. Nacido en Gallur, provincia de Zaragoza, en 1921, este verano lo está pasando en la casa familiar de Calonge, y allí ha visto por televisión el drama de los refugiados sirios intentando entrar en Europa. «En cierto modo -dice-, me he visto a mí mismo». «Esa gente merece la atención de los demás. Están necesitados y se les tiene que atender. Son muchos miles, pero Europa tiene recursos para eso y para más». Martí está convencido de que Europa tiene una deuda y que debe saldarla con solidaridad. «Hemos sacado de muchos países del tercer mundo todo lo bueno que podían tener y no hemos dado nada a cambio. Eso no nos dignifica para nada». Las imágenes no son muy distintas. Y el drama, en el fondo, es el mismo: personas expulsadas de sus casas, necesitadas de abrigo.