Maite Torres: "Mis vecinos no saben que soy lesbiana"

Nació en Cádiz en 1940. Pasó ocho años en un convento de clausura. Tiempo después se casó y tuvo dos hijos.  Ahora reparte su tiempo entre Sitges. donde vivió muchos años, y Madrid, donde reside en un complejo para ancianos y se ocupa a menudo de sus

Nació en Cádiz en 1940. Pasó ocho años en un convento de clausura. Tiempo después se casó y tuvo dos hijos. Ahora reparte su tiempo entre Sitges. donde vivió muchos años, y Madrid, donde reside en un complejo para ancianos y se ocupa a menudo de sus

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Me estás hablando como un chico lo hace a una chica», me dijo un verano una muchacha. Yo había tenido algún noviete, pero mi atracción por las chicas había ido creciendo de forma natural. Siempre había sido rebelde, me subía por los tejados, por los árboles. «Machota», me llamaba mi madre. Con 16 años, viví mi primera historia homosexual. Luego llegaron otras. Con chicas. Con chicos. Y luego… luego llegó el convento.

Yo iba a un colegio de monjas y había una de la que estábamos enamoradas. Creo que esa fue la razón por la que entré. ¡Qué se yo! Tenía 18 años y solo pasé allí nueve meses. La comida era escasa, estaba mal cocinada y me dañó el estómago. Además, las reglas eran muy duras: pensaban que el fervor religioso pasaba por la humillación. Yo no estaba bien, y las religiosas decidieron que me fuera. Al poco logré la readmisión y, a los dos años, me fui a otra ciudad. Allí conocí a otra monja, esta vez de clausura, y decidí entrar de nuevo en un convento. Durante ocho años fui muy feliz. Pero me enamoré de mi madre maestra y los males volvieron. Algo en mi naturaleza no me dejaba estar allí. Con el psiquiatra no me sinceré porque jamás me quedaba  a solas con él. El único que conocía mis «problemas» era mi confesor, que me repetía que me dominara. Y yo lo intentaba, pero de aquella lucha solo sacaba insomnio y dolores de cabeza. Al final me fui.

Lo pasé fatal. ¿Qué haría con mi vida? Encontré trabajo como enfermera y empecé un periodo tumultuoso con experiencias bisexuales. Me quedé embarazada y arreglé un matrimonio con un señor con dos hijos. La cosa fue mal. A mí él me resultaba desagradable y era violento. Yo intentaba ser perfecta y, durante años, me sumí de nuevo en la lucha. Hasta que una Navidad no pude más. Mi hijo, de 9 años, mi hija, de 8, y yo nos fuimos de allí en bicicleta. «Papá y yo siempre hemos sabido que eras diferente», me escribió al poco mi madre. Qué alivio. Con ella, todo estaba bien. A mi hijo, en cambio, le costó un poco más, aunque ahora puede hablar del tema abiertamente.

Las cosas no eran fáciles. Cuando conocí a Rosa, que también tenía hijos, me enamoré y formamos una gran familia. Durante 14 años fuimos muy felices. Trabajamos muy duro y nos hacíamos pasar por primas, pero en el barrio supongo  que se daban cuenta. A veces llamaban por teléfono y gritaban: «¡Tortillera, asquerosa, lesbiana!». La única preocupación era el trabajo. Las dos éramos cuidadoras y temíamos perderlo. ¿Cómo sacaríamos adelante a los niños? Pero como nosotras había muchas. Entonces se consideraba que solo el hombre tenía sexualidad y, de alguna manera, podíamos disfrutar de esa libertad de ser invisibles.

Con Rosa aún somos amigas, vamos juntas de vacaciones y a las reuniones cristianas LGTB. Sin embargo, los secretos han vuelto. En los apartamentos para mayores donde vivo no le he dicho a nadie que soy lesbiana. ¡Aún hay mucha gente que nos ve como a tigresas asalta-mujeres! Eso me hace sentir sola, pero mis vecinos no lo entenderían. Aquí hay una mujer a la que, por llevar pantalones, le llaman «la lesbiana». Ni idea de si lo es, pero ojalá viniera un día y me dijera: «Maite, que soy así». ¡Qué alegría me llevaría! H