ADIÓS A UN GRAN PERIODISTA ESPAÑOL

Las guerras ganadas

Manu Leguineche, maestro de reporteros de conflictos bélicos, fallece a los 72 años

Manu Leguineche.

Manu Leguineche.

RAMÓN LOBO
MADRID

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Manu Leguineche estuvo en Vietnam. Eso da categoría, buquet. Pertenece a una generación de periodistas que salían corriendo con lo puesto a contar guerras lejanas porque no podían hablar demasiado de la propia, de la dictadura. ¡Vietnam! Eso es ser un reportero de verdad, como Michael Herr, con quien compartió horrores y tragos. A Herr

le salieron sus despachos de guerra, un librazo, y a Manu le salió una carrera de gigante y un título: el jefe de la tribu.

En el siglo XX hay cuatro generaciones de periodistas: los que cubrieron la segunda guerra mundial (Robert Capa, Marta Gellhorn, ambos en Normandía; Ernie Pyle, que murió en el Pacífico, y otros muchos), los que fueron a Vietnam, los de la guerra del Líbano, y los de los Balcanes. Ahora, en el siglo XXI, crece la generación de Siria, otra escuela de narrar la barbarie.

Escribo en presente porque los buenos nunca son pasado, solo un punto seguido. Manu hizo periodismo antes de internet, de los teléfonos satélite, los móviles y Twitter. Pertenece a la estirpe de los que podían perderse días o semanas sin que nadie se alarmara porque mandaban las crónicas por télex y porque donde hay lucha no hay buenas comunicaciones.

Juan Carlos Gumucio, otro ilustre que se hizo periodista enorme entre las ruinas de Beirut, afirmaba que un buen reportero sabe decir a quien llama al otro lado de la línea telefónica: «No se oye nada, están bombardeando», y colgar. Tonterías, las justas.

Eran tiempos de oro, de un periodismo aventurero, de una gran invisibilidad. No para los bandos armados, sino para los jefes en la retaguardia. Hoy todos miran las webs, todos saben lo que pasa. Hemos perdido intimidad, se ha globalizado el relato: mismos titulares, mismas fotos. Extraviamos la sorpresa, lo extraordinario. Hay excepciones, claro: quedan reporteros locos y jefes decididos que les envían a lugares peligrosos y lejanos. Hay esperanza.

También hemos ganado con las nuevas tecnologías. No hay que ser estúpidamente románticos. Ya no es necesario perder horas para transmitir una crónica; ahora todo es un clic y llega el milagro. Ahora que es más sencillo dejamos de enviar reporteros a las guerras, a las matanzas, porque es caro, porque estamos en crisis. Es una ironía, una broma.

En noviembre del 2001 viajé por el norte de Afganistán junto a Gervasio Sánchez y Alfonso Rojo. Eran las vísperas del ataque de EEUU. Compramos unas sandías en una parada hacia Faizabad. Había que alimentarse, refrescar la boca y sacudirnos el polvo. Quedaban días de viaje, cruzar el valle del Panchir, subir montañas hasta llegar a las puertas del Kabul de los talibanes. Sobró media sandía que regalamos a unos hazaras que miraban inexpresivos. Antes de comerse la sandía se lanzaron a devorar los restos que habíamos dejado en las cortezas. Me impresionó el hambre. Una escena parecida está en El camino más corto (Argos Vergara), de Leguineche, publicado en 1978, ¡23 años antes!

Ese es el ritmo del tiempo en Afganistán: nada se mueve, todo es imperceptible, insondable. Perdemos las guerras porque nunca comprendemos la esencia.

Periodistas como Manu viajan a lugares incómodos y peligrosos para colocar los hechos, la confusión de lo que sucede, las voces o los gritos de personas, dentro de un contexto. Leguineche murió ayer a los 72 años, un día antes que Rsyzard Kapuscinski, quien falleció un 23 de enero del 2007. Son representantes del periodismo pausado, de detalles, del contexto.

El gran relato

Otro grande en el arte de la narración es Enrique Meneses, muerto en el 2013. Era capaz de estar horas hablando sin aburrir. Es el gran relato, ese género mayúsculo que hemos expulsado de la mayoría de periódicos y televisiones. Sin ese relato alambicado, rico y profundo, ¿cómo sobreviviremos como profesión?

A Manu le dieron dos veces el Cirilo Rodríguez, un premio de prestigio que se falla en Segovia. También le dieron otros muchos. El primer Cirilo fue hace más de 29 años, prueba de que el reconocimiento a la excepcionalidad de su trabajo viene de antiguo, y uno honorario en el 25º aniversario. En su discurso de agradecimiento, sentado en una silla de ruedas, dijo una frase que merece escribirse en la carcasa del ordenador de cada periodista, de los viejos y de los jóvenes con prisa que aspiran a serlo: «Soy la prueba de que todas las guerras se pierden».

Pues no era verdad, querido Manu, la tuya la has ganado y por goleada. Gracias maestro. Agur, compañero.