BARCELONEANDO

Caros o baratos, arregle sus zapatos

Al señor Santos Prieto, zapatero en ejercicio, sus clientes no le dejan jubilarse

JAVIER PÉREZ ANDÚJAR

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El señor Santos Prieto tiene 73 años y es zapatero en ejercicio desde los 11 años, que fue cuando sufrió un ataque de polio y le pusieron a aprender el oficio en la aldea. “Lo que más me gustaba era el olor de la cola y de la goma. Allí se hacían zapatos a medida y a mí me metieron a enderezar clavitos. Durante los cinco primeros años no cobré ni un duro”.

Junto a la puerta de madera, pintada de ese marrón de los comercios antiguos, hace de escaparate una ventana llena de botes de cristal, cordones negros y marrones y de colores llamativos, incluso fosforescentes, calzadores metálicos, cepillos con las cerdas hacia arriba, plantillas con borreguito... Encima de la puerta, en un rótulo pintado a mano se lee Reparació Calçats Prieto. Lleva 47 años trabajando en este local de la calle Mallorca, en el límite del Clot. Cuando se instaló (150.000 pesetas tuvo que juntar para coger la tienda), esto era las afueras, había huertas y casas bajas, pasaba el tranvía, y enfrente estaba el Hospital del Niño Dios y se veía un trasiego continuo de niños enfermos. Todo era más pobre, aunque no estaba menos vivo.

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Pero al principio, nada más llegar de Ourense, el señor Santos fue ayudante de un zapatero que tenía su kiosco en una portería de Sants, a donde también iba a ayudar por las tardes un guardia civil para sacarse un complemento a su escaso sueldo. Era un lugar tan pequeño que cuando tenían que hacer sus necesidades salían afuera y se aliviaban en un cubo. En aquellos tiempos abundaba todo tipo de negocio en las porterías: zapateros, joyeros, relojeros, prensa... Más tarde encontró trabajo en el Salón Viena de la calle València con Pau Claris. Un sitio más grande, en el que además de reparar calzado había salón de limpiabotas. El señor Santiago desempeñó los dos empleos. “El limpiabotas tenía que saber moverse bien y no mancharle los calcetines a la gente. Algunos ganaban más que los zapateros.” Acudía mucha clientela de postín, “eso se notaba en el calzado, y en que lo traía el servicio”, y también gente del Hotel Majestic, que está en esa manzana.

Ahora el lugar del Salón Viena lo ocupa el café-comptoir-deli-bar Joséphine, y allí siguen las columnas blancas, de hierro, con florituras corintias. Fue trabajando en ese salón donde conoció a la señora Rosa, que iba a ser su mujer pero entonces era su jefa. La señora Rosa es de Lleida y asiente desde el umbral de la habitación contigua al mostrador, y tras el cual el señor Santos repara los zapatos en su silla. Al señor Santos también le llaman Santi. Se levanta para atender a una clienta que quiere que le arregle una cremallera. Vuelca sobre la palma de su mano un puñado de carros y elige uno. En una pared, un reloj de péndulo da la hora en punto con un sonido metálico y tembloroso.

¿"Antes se ponían muchas tapas y medias suelas, pero con las bambas lo que más piden son forros y cosas de esas”. El señor Santos explica que para ser buen zapatero se necesita carácter y buenas manos, y además buena vista. Sus gafas pequeñas descansan pegadas al nacimiento de la nariz y abrazadas a su pelo blanco. Bajo el delantal de cuero, por el que asoma el bolígrafo Pilot (su preferido para marcar las suelas, “aunque hay gente maniática que no quiere que le escriban en las suelas y pide que le pongan etiquetas”), lleva el señor Santos un jersey grueso, y bajo el jersey sobresalen los puños de su camisa de cuadros. Los pantalones de pana. El zapato con el alza. En la habitación por donde aparece la señora Rosa se guarda calzado para reparar y está asimismo la vieja máquina Singer de brazo para coser los bolsos y las cremalleras, y la cera de lujar para los cepillos, y la tinta fuerte para teñir, y las diferentes hormas para ensanchar, por ejemplo por causa de un juanete en el dedo pequeño, o por un callo en el dedo gordo. 

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También hay zapatos en bolsas, ya listos para recoger, en la parte donde está el señor Santos, y una máquina que se llama banco de finisaje y que él mismo se hizo a medida con la ayuda de otro amigo zapatero utilizando un motor y piezas compradas en los encantes viejos, hace ya treinta y siete años. Es vieja pero aún funciona bien. “No te imaginas la cantidad de gente que deja aquí sus zapatos y nunca vuelve a recogerlos”, explica. “Y la cantidad de cosas que se olvidan dentro”, añade sacando un calcetín de dentro de un zapato.

Entra un hombre que lleva una muleta y pide un calzador muy largo. Le muestra el más largo que tiene, parece la lengua extendida de un camaleón. Es lo que busca y se va contento. Por su taller han pasado tres generaciones de clientes. Ahora ya le vienen los nietos. “La gente iba más pulida antes. Hoy el calzado es muy malo y muchas veces no sale a cuenta repararlo. Los jóvenes van todos con bambas y sólo me traen zapatos cuando tienen que ir a una entrevista de trabajo”. Hace años que el señor Santos tendría que haberse jubilado, pero sus clientes le piden que no lo haga. Y a él le encanta su trabajo de zapatero.