EL MUNDO DE LA JUSTICIA JUVENIL

Sandra: "Nunca había ido de excursión"

EL PERIÓDICO visita el centro de justicia juvenil de Can Llupià y habla con los internos y los trabajadores

J. G. ALBALAT / BARCELONA

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Sandra (nombre ficticio) lleva tres pulseras en una mano y una goma para el pelo en la otra. En el labio lleva un minúsculo 'percing'. Tiene tan solo 18 años y se expresa con gran madurez. Quizá porque no ha tenido una vida nada fácil. Nació en el extranjero, pero desde los cuatro años reside en España. En febrero del año pasado ingresó en el centro de justicia juvenil de Can Llupià. Este recinto está en la falda de Collserola. Se accede a él por un empinado camino. Está apartado de cualquier núcleo urbano. Las medidas de seguridad son parecidas a las de una cárcel, aunque por dentro no se parece en casi nada. Hay una cancha de deporte, un inmenso jardín y una caseta en la que sirven refrescos y cafés, además del edificio donde están las habitaciones y los talleres. Allí viven los jóvenes que han cometido algún delito.

“Este es mi primer internamiento”, confiesa Sandra. Se escapó de casa porque su padre se quería trasladar a vivir a otro lugar y ella no quería. “Tenía la vida montada aquí y me fui de casa”, recuerda. Dejó colgado el cuarto de ESO y se refugió en una casa okupa. “Empecé a robar y a consumir,  a ir de fiesta”, confiesa. “La mala vida”, admite sin tapujos. “Gracias que entré aquí y he podido recuperarme. Si no me hubieran pillado no se que habría sido de mi. He evolucionado para bien”, afirma la joven. ¿Qué consumías? “Alcohol y otras cosas”, se sincera. Primero la internaron en un centro de la Direcció General d’Atenció a la Infancia i Adolescència (DGAIA). En una de sus salidas tuvo una pelea. Los Mossos la detuvieron. Tiene como unas cinco causas abiertas: robos, peleas, hurtos. “Robaba. Estaba mal y aquí los educadores me han acogido muy bien”, sostiene. Es sincera, nadie la está controlando de cerca mientras habla con EL PERIÓDICO.

“Cada día me levanto a las 8 de la mañana. Arreglo la habitación”, explica la joven.  Está haciendo un curso de jardinería, pero ya sale a trabajar de camarera los fines de semana. “Saqué un curso y busque por internet trabajo. Lo encontré y en el restaurante me aceptaron”, agrega. Eso sí, no saben que duerme en un centro de justicia juvenil. Tiene contacto con parte de su familia. “Los bueno de este centro es que te ayuda a cambiar y llevar una vida mejor. Valoras más a la gente y a las cosas que tienes”, destaca. Pero hay una cosa que nunca olvidará y será la excursión de tres días que hizo. Montó en bicicletas, durmió en albergues. “Nunca había ido de excursión. Era la primera vez. Vi la naturaleza, increíble”, relata. Cuando salga del centro quiere ir a vivir con sus tíos y seguir trabajando de camarera o de dependienta (en septiembre empieza un curso). “A mi tutora le tengo mucho cariño porque me ha apoyado en todo. Aquí se puede aprender cosas nuevas”, señala.

LA VOLUNTAD DE ESTUDIAR

Arnao tiene 17 años. No quiere que se le cambie el nombre. Entró en Can Llupià en enero del 2017. “No estudiaba mucho. Siempre estaba con los amigos y a veces no iba ni por casa. Me gustaba estar en la calle. Consumía. Porros, alcohol. No tenía obligaciones. No iba al colegio”, afirma. Y empezó a delinquir, hasta que le pillaron. "Pensé: 'que mierda todo'. No pensaba que podía cambiar mi vida”. Es lo que ha pasado. No consume, tiene contacto con su familia y disfruta de salidas de fin de semana.

“Mientras mejor lo lleves, mejor lo tienes”, alega. Se lleva bien con todo el mundo y explica que su tutora le ha ayudado a “ver las cosas de otra manera”. Incluso salen a tomar algo a la calle. “Le hablo de mi vida y ella me ayuda”, repite. Quiere estudiar electromecánica. Por eso, está en la ESO y, después, quiere pasar la prueba de acceso para acceder a la formación profesional. Además de estudiar, hace deporte y participa en programas de salud, de “como hablar bien” y de respeto, comenta. Algunos días también va a una perrera a pasear perros. También fue hace poco a una excursión. “Fue muy divertida”. Hizo una ruta larga en bicicleta y subió un puerto de montaña de 1.065 metros. “Me he dado cuenta que si yo quiero una cosa lo puedo conseguir”, sentencia.

FACTORES DE RIESGO

Mireia Pérez es la psicóloga del centro. Trabajo no le falta. Le toca, entre otras cosas, analizar los factores de riesgo de cada uno de los muchachos. Es decir, la posibilidad de que reincida. El objetivo: evitar que vuelva a delinquir. Cada interno es un mundo. “A partir de esa evolución se analiza cómo actuar y abordar esos factores de riesgo”, detalla. Intenta “objetivar” los puntos fuertes y débiles y potenciar, sobre todo, la autoestima del joven, con conductas más saludables (deporte, reír por reír, actividades, ir a clase). Y en la terapia individual intenta que al interno “le salga sus demonios”, sus miedos. “Son muchachos rotos y con mucha inestabilidad emocional”, resalta. Y es que en ocasiones le explican cosas que no le habían dicho a nadie antes. “Tienen necesidad de compartir”, sostiene.

Gemma es la trabajadora social. Ella se encarga de una tarea nada fácil: el contacto de los jóvenes con sus familias, con el exterior de las paredes que protegen el recinto. Es la persona que autoriza las visitas y las comunicaciones y se entrevista con los allegados. Reconoce que se ha encontrado con algunos que no quieren saber nada del chico. También es la que se encarga de acompañar la salida del muchacho tras cumplir la condena. “El momento del desinternamiento es muy delicado”, reconoce. Por eso es importante el contacto previo con el tutor y, si se da el caso, con el profesional que controlará el periodo de libertad vigilada.