Los testimonios

Inquilinos de los 'pisos patera'

Beni  CONGO

Beni CONGO

BEATRIZ MESA
TÁNGER

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«¿Bosque o piso patera?» Es la pregunta habitual de la mafia al sub-sahariano desorientado que por vez primera pone los pies en Marruecos. Normalmente, en las ciudades se refugian tres tipos de inmigrantes: los que ya han intentado en múltiples ocasiones entrar en España por mar y por tierra; los  que han optado por afincarse en Marruecos y obtienen cierta rentabilidad del tráfico de compatriotas, o, simplemente, aquellos que cansados de subsistir en la indigencia en los bosques tratan de renovar fuerzas. Eso sí, guarecerse entre cuatro paredes tiene un inconveniente: difícilmente se está al tanto del momento exacto en el que se planea un salto a suelo español.

  «En el rincón que me han asignado en el piso patera vivimos mis dos hijas y yo», explica una mujer camerunesa de aspecto muy cansado. Su marido desapareció tras dejarla embarazada, una historia de abandono que se repite a menudo en este barrio periférico de Tánger. En Boukhalef, los inmigrantes sin papeles logran pasar desapercibidos, pero no pueden acceder a un empleo y su único medio de subsistencia es la mendicidad. «Al menos nos dejan vivir», continúa la mujer, exhausta de darle vueltas a  «cómo llegar a España». En su caso, con hijos, la única posibilidad es lograr una plaza en una zodiac. «Pero piden mil euros por persona y yo jamás tendré ese dinero», lamenta.

Karine, congoleña de Kinshasa, ha dejado de pensar en Europa. Con 26 años y un hijo a su cargo, solo quiere vivir con dignidad, ¿pero cómo? «Si tuviera un trabajo, no volvería a ver a mis amigos», comenta. Se refiere de este modo a los clientes marroquís y subsaharianos con los que se prostituye para pagar el alquiler y mantener a su pequeño, al que bautizó Nata, que en griego quiere decir «don de Dios». «¿Sabes?, antes me pasaba todo el día llorando porque me sentía sucia, pero ahora debo reírme. Lo más duro es ver a mi hijo llamar papá a mis clientes», añade echándose las manos a la cara.

Huir de una ablación

El caso de la joven Beni, también congoleña, no es menos espeluznante. Acaba de ser madre en Marruecos de un bebé al que le espera un parecido futuro de indigencia. «Mi padre adoptivo quería practicarme la ablación y mi madre me hizo un pasaporte y me pagó el billete de avión para que huyera, y aquí estoy», explica con mucha verborrea, como si necesitara dar rienda suelta a tanta frustración acumulada.

En otro piso patera se halla Sixto, de Camerún. Vestido con ropa de Dolce Gavana (una falsificación de Dolce Gabbana), ha intentado 11 veces alcanzar España en «pasaje de lujo». Subido en una zodiac con un potente motor que le debía llevar de Tánger a Tarifa. Fracasó en cada intento. «He perdido más de 6.000 euros porque, cada vez que entrábamos en el agua, la Marina Real marroquí nos detenía». La familia de Sixto se dedica al comercio y a menudo le envía dinero. Gracias a eso dejó de ser soldado raso entre los subsaharianos y se inició en el negocio de procurar plazas en una lancha de goma a otros inmigrantes. Pero tras más de ocho años en Marruecos, sus aspiraciones se han reducido. «Me quedo aquí. Tengo mujer y tres hijos», dice resignado. Aunque Sixto no necesita compartir habitación con otros inmigrantes ni esperar turno para dormir o cocinar. Vive en su propio apartamento, por el que paga menos de 150 euros al mes.

Mucho más precaria es la situación del nigerino Moussa, de 23 años. Relata que en su adolescencia, su tío, dirigente de la organización fundamentalista Boko Haram, le obligó a fabricar explosivos. Luego pudo estudiar Derecho hasta que decidió huir de su país cuando el mismo familiar le ordenó llevar a cabo dos atentados. Escapó en el 2012 y su hermana fue asesinada «por venganza». «Mi madre me dice que tenga la conciencia tranquila porque no soy responsable de su muerte», recuerda Moussa, que tampoco se ha dejado vencer por los fracasos a la hora de intentar entrar en España. «Voy a pedir a un amigo que llegó a Europa  dinero para corromper a la policía marroquí. Unos 2.000 euros para que te abran la verja de Ceuta o 500 euros si te llevan en moto acuática desde la playa marroquí a Tarajal».

Abubakar, maliense, de 21 años, pasa más tiempo en la carretera próxima al bosque de Benyunes, cerca de Ceuta, que en las casas patera. Es futbolista de profesión pero solo cobraba 50 euros al mes. «Desde Mali crucé en bus a Mauritania y, de allí, a Dajla, en el Sáhara. Pagué 200 euros para que me sellaran el pasaporte como turista y ahora trato de saltar la valla». Tampoco él piensa en rendirse.