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EL FUEGO REINA EN EL PAÍS DE LA LLUVIA

Galicia concentra el 25% de la superficie quemada en toda España como consecuencia de los incendios forestales. El abandono del medio rural y la falta de ordenación del territorio propician que esta comunidad del noroeste, una de las más verdes de la Península, sufra año tras año el azote del fuego. Agentes forestales y afectados explican en este reportaje las vicisitudes de un verano que ha resultado ser demasiado caliente.

Un agente forestal combate las llamas en el incendio del municipio coruñés de Negreira, el pasado día 11.

Un agente forestal combate las llamas en el incendio del municipio coruñés de Negreira, el pasado día 11.

ALBERTO LEYENDA

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A Jordi Tato le dan ganas de llorar cuando recuerda la noche en que luchó contra las llamas. Poco antes de las diez del pasado miércoles día 11 advirtió desde su bar en la parroquia de Caldebarcos, municipio coruñés de Carnota, que el Monte Pindo estaba ardiendo. Enseguida salió a avisar a los vecinos y a refrescar la zona verde que rodea su local. El fuego estaba a bastantes kilómetros, montaña arriba, pero el viento pegaba fuerte y la oscuridad impediría actuar a los medios aéreos de extinción. Nada podría evitar que las llamas cercasen los núcleos de población situados en las laderas, ya en la línea de costa.

Y nada lo evitó. Lo que no imaginaron ni los más viejos del lugar es que el monstruo cabalgase tan rápido. Calculaban que llegaría allí por la mañana, pero en dos horas estaba en la aldea vecina de Panchés, y hacia las cuatro de la madrugada ya rodeaba O Pirata, el negocio que regenta Jordi Tato. «Las persianas se derretían», recuerda este catalán afincado en Carnota desde hace 10 años con su perfecto gallego de A Costa da Morte. A la casa contigua, de unos emigrados en Suiza, no llegaba el agua de su manguera para humedecerla: las temperaturas reventaron los cristales, entre otros destrozos que ahora ayudan a reparar los vecinos.

El hostelero, que pasó la noche en vela, evoca la impotencia. También canaliza la indignación del pueblo con una parte de los equipos de extinción. «No hicieron nada, paseaban de un lado a otro. Les pedíamos que mojasen alrededor de las casas, pero nada», lamenta. El incendio dejó en paz la aldea cuando no tuvo más que arder. Se fue con su música -infernal- a otra parte, en dirección contraria, hasta consumir unas 2.400 hectáreas, el peor incendio del año en Galicia por el tamaño y por haber destruido un paraje único, el Monte Pindo, el Olimpo de los dioses celtas. Pudo ser peor. «Lo que extraña -narra- es que no pasase una desgracia. Un vecino tuvo la casa rodeada de llamas sin darse cuenta hasta que se despertó para ir al baño. El coche le ardió».

CAMBIANDO LOS NOMBRES PROPIOS y algunas pinceladas, el relato vale para cientos de crónicas de los últimos 30 años en Galicia. El país de la lluvia arde. Una media de 30.000 hectáreas al año en la última década, el 26% de todo lo que se quema en España, cuando su masa forestal apenas llega al 8%. En ese periodo se declararon 6.500 incendios anuales, el 38,7% de todo el Estado. Desde 1991 el fuego se ha llevado lo equivalente a la provincia de Ourense, 613.000 hectáreas, algo menos que toda la provincia de Barcelona. Cifras apabullantes.

Para combatir el fuego en la época de máximo riesgo la Xunta organiza un dispositivo formidable, de 5.708 personas, con un coste de 160 millones, según la Consellería de Medio Rural, mucho más precisa para hablar de los medios humanos y materiales movilizados que para desglosar su coste. A ellos se suman otros 1.300 efectivos del Ministerio de Medio Ambiente y del Ejército. Un batallón contratado por distintos organismos y empresas, en un fragmentado galimatías en el que los sindicatos ven el origen de problemas de coordinación.

«A veces [la coordinación] sale bien, otras sale mal», ratifica un experimentado miembro de la Brigada de Refuerzo de Incendios Forestales (BRIF) de Laza (Ourense), dependiente del ministerio. Pero sobre todo cuestiona la recuperación, este año, de las brigadas municipales, contratadas por los ayuntamientos y que habían sido erradicadas hace más de un lustro por su ineficacia y por dar pábulo al clientelismo. «Apagar un incendio es duro, hacen falta preparación y condiciones físicas», incide, y señala que no todos los empleados por los consistorios cumplen estos requisitos.

Uno de estos brigadistas lo corrobora. Fue contratado por un ayuntamiento de la Terra Chá, corazón de la provincia de Lugo. Prefiere permanecer anónimo, y que tampoco se precise el municipio que le dio el trabajo. Cuenta con una campaña de experiencia pero casi la mitad de sus compañeros se enfrentan a las llamas por primera vez. Antes de empezar con sus tareas pasaron el curso obligatorio. «Un paripé, vino a darlo un chico socorrista que no tenía ni idea», expone. Esa fue toda la formación que obtuvieron los novatos. Con todo, puntualiza que la habilidad para enfrentarse a las llamas la da la experiencia.

Como esa zona es de las menos afectadas por los incendios dedican la mayor parte del tiempo a desbrozar, una labor que se debería realizar en primavera. De hecho, tanto el brigadista de la BRIF de Laza como otro del dispositivo autonómico y que opera en el sur de Pontevedra coinciden en la suciedad del monte para explicar la cantidad de hectáreas quemadas en Galicia. «Si se gastase el dinero en prevención, en verano se ahorraría mucho en helicópteros», sentencia este último. El coste de una hora de vuelo de una de estas aeronaves alcanza hasta 6.000 euros, que la Xunta paga a las concesionarias del servicio, Inaer y Nanutecnia. Extinguir el incendio de Oia, en el que ardieron 1.800 hectáreas, costó unos 600.000 euros.

«Galicia no arde, a Galicia la queman», repite insistente el presidente, Alberto Núñez Feijóo. Una máxima que busca circunscribir la cuestión de los incendios a un problema de orden público. Sin embargo, los datos cuantitativos aportados por fuerzas de seguridad y los análisis de los expertos demuestran que todo es mucho más complejo. Según la Guardia Civil, de los incendios investigados en Galicia este año el 34% son intencionados, una tasa muy superior a la del resto del Estado. Pero el 66% restante se reparte entre negligencias y causas naturales. Un caso paradigmático: en primavera ardió una parte del parque natural de As Fragas do Eume, e inmediatamente el Gobierno aireó la teoría de un acto delictivo, sustentada en que había empezado en tres focos. La investigación posterior demostró que el origen había sido una colilla mal apagada. También son recurrentes las alusiones más o menos veladas a tramas de incendiarios, jamás demostradas por las fuerzas policiales.

la cuestión no es tanto quién quema el monte en Galicia, sino por qué se quema en mucho mayor grado que otras comunidades verdes como Asturias o el País Vasco. Los expertos trazan un consenso de mínimos: primero, porque hay mucho -la mitad de la comunidad está cubierta por masa arbolada-; segundo, porque el abandono del medio rural y de los usos agroganaderos tradicionales favorecen que más y más hectáreas queden fuera de toda ordenación racional, que además se ve obstaculizada por la hiperfragmentación de la propiedad; y tercero, por el arraigo de una cierta cultura del fuego, en la que este es utilizado como una herramienta más.

Los ecologistas insisten en que la Administración -salvo en el breve lapso del Gobierno bipartito socialistas-nacionalistas- ha impulsado una política de montes que agrava el problema. «Los incendios no son un castigo bíblico», resume Pepe Pereira, de la Organización de Montes en Man Común, un tipo de propiedad colectiva característico de Galicia. Se refiere a que se ha favorecido una «forestación salvaje», basada en árboles de crecimiento rápido -principalmente eucaliptos- pensados para la producción de pasta de papel y ahora también de energía. Este tipo de aprovechamiento implica una gestión absentista, desvinculada del territorio y cuyos beneficios recaen en las grandes multinacionales del sector. Así, no solo antiguos terrenos de uso agroganadero han pasado a ser plantaciones de árboles, sino que el monte «ha llegado a las casas», lo que hace los fuegos más peligrosos.

Pereira alude a otro de los clásicos, la «economía del fuego» generada en torno al dispositivo de extinción, que tiene alguno de sus servicios externalizados. «A más fuego, más negocio», enfatiza. «La responsabilidad es de quien lo prende, pero también de quien pudiendo actuar sobre los factores estructurales no lo hace, por omisión o por acción», apunta Fins Eirexas, de Adega. La Xunta desoyó las reiteradas peticiones de este diario para conocer su visión del asunto.

A mediados de esta semana volvió la lluvia a Galicia tras verano muy seco. El mejor arma contraincendios se encargó de apagar varios graves, con afectación de casas incluida. Ese mismo agua que a la vez alimenta el polvorín descontrolado de maleza que excitará las llamas en cuanto se den las condiciones propicias. Entonces Galicia arderá de nuevo, y las líneas del principio, con otros nombres, volverán a cobrar actualidad.