«Era esclava de mi hijo»

TONI SUST / BARCELONA

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Maite tiene 56 años. Casada, es madre de Pere, de 18. Los nombres están cambiados, ella lo prefiere así. No tiene que ser fácil explicar que un hijo te maltrata, que llega a agredirte. Que tienes que llamar a la policía. Que ha habido que internarlo. Con todo, Maite puede contar ahora que su hijo la vuelve a abrazar, que le da besos. Algo impensable hace no tanto. Ella es una de las madres y padres que acudieron ayer en Barcelona a la segunda Jornada de Prevención y Asistencia en Violencia Filio-parental, organizada por la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental

«Desde pequeño pedía mucho. Mucha atención. Le dábamos todo lo que pedía. En el colegio iba bien hasta cuarto de primaria. Entonces empezó a portarse mal. Me dijeron que nos pusiéramos más duros, pero no lo vieron grave». A los 10 años, el hijo de Maite estaba «más agresivo». Daba patadas, algún empujón. Lo llevaron al psicólogo. «Estaban saturados, solo lo podían visitar una vez al mes o una cada dos meses. Tiempo perdido. Cuatro años perdidos».

Cuando el niño tenía 14 años, una psicóloga les vino a decir a los padres que era un caso sin arreglo. «Solo os puedo decir que os cuidéis vosotros». Maite se quedó helada. ¿No había nada que hacer? «Cuando empezó la ESO la cosa fue a peor. Se peleaba, estaba agresivo». Ella busca respuestas: «Quizá lo sobreprotegí demasiado. Le preguntaba demasiado: '¿Qué tal hoy con tu amigo? ¿Te has peleado con el otro?'. Pero quieres buscar siempre una justificación. Si la respuesta fuera que lo sobreprotegí demasiado me quedaría tranquila. Pero no solo es eso».

Maite se ha quitado la culpa con ayuda de psicólogos. El mundo está lleno de padres que sobreprotegen a sus hijos sin que se den las mismas consecuencias que en el caso de Pere. Pero tanto a ella como a su marido lo que mejor les fue es contactar con padres en la misma situación: «No te juzgan». El resto, sí. Lo habitual en estos casos es que todos culpen a los padres. «Me decían: '¿Cómo puede ser si no hay nadie así en la familia?'. Si tienes un hijo en el hospital, todos te apoyan. Pero en estos casos la familia no sabe qué decir».

Cada día era peor. «Cada vez me insultaba más. Golpes y empujones. Más a mí que a su padre. Rompía cualquier cosa. Me rompió tres móviles, un ordenador. Empecé a coger miedo. Él iba al gimnasio a hacer pesas y cada vez era más grande. Y yo me veía cada vez más pequeña. Lo oía llegar y pensaba: 'Le diré esto para que no se enfade'. Y era peor. Yo era su esclava y tenía que hacer lo que me pidiera. Si no, rompía algo o me agredía. Verbal y físicamente».

A PUÑETAZOS

«A los 15 ya no se levantaba para ir al colegio. Lo iba a despertar y me decía de todo: 'Te voy a matar'. De repente, no era mi hijo». A diferencia de otros casos similares, Pere no consumía drogas, cuenta su madre. Dejó el colegio y solo iba al gimnasio: «Cada día era más agresivo». En mayo del 2013, Pere exigió una chaqueta. La madre lo llevó a comprarla. Volvieron a casa y él empezó a molestar al padre. Este replicó y su hijo le dio puñetazos y una patada. Cogió a la madre por el cuello. Vinieron los Mossos.

Por líos varios, Pere estuvo un año en un centro de menores de la Conselleria de Justícia. Acumuló 47 expedientes sancionadores. Apunto de cumplir 17 años, el menor ingresó en un centro terapéutico de Amalgama-7, una institución privada especializada en el trabajo preventivo, educativo y terapéutico con adolescentes y jóvenes y sus familias. «El primer mes no lo puedes visitar. Después, una vez cada 15 días. Después viene de fin de semana. Luego, de vacaciones. Ahora está en un centro de día», explica la madre de Pere. Su hijo ha recibido un tratamiento farmacológico y psicológico.

Todavía no le han dado el alta, pero cómo ha cambiado el cuento: «Ahora me da besos. Me abraza. No me abrazaba así desde los 14 años. Estudia. Cursa un grado medio. No hace mucho, nos pidió perdón. Su padre le dijo: '¿De qué hablas? Hay que mirar adelante'. Se ha unido mucho a él. Me han devuelto a mi hijo. A veces pienso que no puede ser: le voy a dar un beso a la cama y me dice: 'Te quiero'. Lo daba por perdido. Pensaba que acabaría en la cárcel. Él ha hecho un trabajo personal».

«IBA DROGADÍSIMO»

Ander, de 18 años, es de Hondarribia (Guipúzcoa) y ofrece la visión del menor conflictivo. Empezando por el final, explica esto: «Ahora le digo a mi madre que la quiero y le doy besos y abrazos. No me avergüenzo, me da igual que haya gente delante». Ander empezó a fumar porros con 11 o 12 años y con algunos amigos entró en la pequeña delincuencia: robaban bicicletas, motos. «Entrábamos en casas». Iba al colegio día sí, semana no, pero en casa prometía que al día siguiente iría. «No llegué a pegarlos. Sí a amenazarlos. Rompía cosas». Fue añadiendo drogas a la lista y un día en Carnaval, disfrazado de obrero, salió del bar donde estaba con sus amigos y destrozó la cristalera de un banco para entrar a robar. No encontró nada y le detuvieron. De la comisaría se fugó al momento. Volvió al bar y allí le detuvieron de nuevo: «Iba drogadísimo». Con la excusa de un viaje, los padres lo llevaron al centro de Amalgama-7. Ahora estudia un grado superior de marketing. «Yo veía que tenía problemas, pero no lo asumía. Ahora estoy fuerte. No quiero consumir. La relación con mis padres ha cambiado que flipas». Solo espera que le den el alta para seguir estudiando en San Sebastián. El pasado fin de semana pudo pasarlo en el pueblo después de muchos meses. Lo cuenta con emoción.