Del Avecrem al pato a la naranja

Un repaso a la gastronomía de la Catalunya de los 60 y los 70: platos escritos en francés, zarzuela, lubina al hinojo, riñones al jérez, pijama...

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MIQUEL SEN

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A medida que los españoles ganábamos cilindrada, pasando del 600 al Seat 127, las costumbres gastronómicas comenzaron a cambiar, dentro de la lentitud sepulcral de los tiempos de Franco. Los ciudadanos de menos recursos, es decir, casi todos, entraron en el delirio de peregrinar a Andorra en busca de la vajilla Duralex y la olla exprés, el máximo de modernidad a la europea. Una variación en las costumbres que impuso otra, el sopicaldo nocturno, la sopa deshidratada, acompañada de una tortilla. La música interna, familiar, de los años 60 guarda el compás de la sintonía del diario de Radio Nacional y el repique de los tenedores batiendo los huevos de la tortilla francesa.

Faltaban pocos años para el descubrimiento de la cocina popular catalana como una seña de identidad. Aun así, los 'all cremat' que cocinaban los marineros en la playa de una Vilanova a medio asfaltar generaban un apetito feroz entre los urbanitas atascados en las primeras colas. Pero el lujo gastronómico iba por otros caminos. Una carta de restaurante de nivel debía tener un buen número de platos escritos en francés, junto a otros que definen la culinaria del régimen franquista. La lubina al hinojo era casi una referencia de buena conducta gastronómica. No obstante la mayor influencia de la cocina barcelonesa, compatible con albóndigas a la catalana y canelones, provenía del país vasco en forma de bacalao a la vizcaína, al pil pil o al club Ranero. La 'esqueixada' era cosa de fondas en verano. Una estación en la que florecían las ensaladas con tomates llenos de sabor, coronados por una sardina en aceite. La desaparición de la sardina enlatada marca nuestro destino gastronómico, presidido durante largos años por Carpanta soñando con un pollo asado.

La ahora denostada zarzuela, el 'suquet' de ricos rebosante de ingredientes, langosta incluida, fue estandarte del gran zampe en la Barceloneta, mucho antes de su reconversión bienpensante. Contrapunto a esta gloria, en la calle de Avinyó existían establecimientos en los que los huevos fritos eran plato único. Los más baratos se freían en agua. Parece imposible, pero es cierto. La Barcelona popular olía a riñones al jerez.

El sueño de los barceloneses era comerse un pato a la naranja, escrito en francés 'canard á l’orange', la receta de alta costura de entonces, inspirada en el que hacían en la Tour d’Argent. Como a cada cliente le entregaban un diploma con el número del pato que se habían zampado, lo que igualaba a la reina de Inglaterra con el patrón del textil, se podía presumir de 'canard' y buscar su réplica en la cocina festiva de las casas burguesas o en el restaurante Agut, donde lo replicaban seriamente. Un tiempo en el que el postre por excelencia era el pijama. Inventado en el restaurante 7 Portes, reunía melocotón en almíbar, flan y helado, todo ello coronado por nata. Su éxito lo llevó a bodas y bautizos, hasta desaparecer en los años 80, cuando recibió el castigo de ser postre de 'afartapobres'. El peor adjetivo que se daba a un banquete en el que se podía acabar en pijama.