teresa de ávila, la santa rebelde

Creativa, audaz y transgresora

Filólogas, historiadoras y artistas reivindican la vigencia de una figura, a menudo reducida al santoral, que desafío al poder de su época, amplió los horizontes de la libertad femenina y se adelantó siglos al escribir como desahogo del alma y noticia de lo vivido.

NÚRIA MARRÓN

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Hay una vieja ironía carmelita que dice que, el día de la Resurrección final, Teresa de Jesús necesitará algo más de tiempo que el resto. Y, en efecto, la diáspora de sus reliquias da cuenta de su macabro despiece y, sobre todo, de la fervorosa veneración que ha eclipsado su figura: en Roma, por ejemplo, se hallan un pie y la mandíbula superior; en París, un dedo; en Alba de Tormes, el corazón, que le fue extirpado para comprobar si la flecha mística había dejado rastro, y en Ronda, la mano que Franco guardó en su mesita de noche hasta su muerte. De hecho, el dictador, convirtió en «santa de la raza» a esta mujer audaz, libre y creativa cuyas aristas ha limado la historiografía eclesiástica, y cuyos logros humanísticos y literarios a menudo ha subestimado también la academia.

Así, desvaída entre el ninguneo y la estampita, Teresa de Ávila emerge entre los fastos del quinto centenario de su nacimiento –que empezó oficialmente el pasado 28 de marzo– como un referente desdibujado, un puzle enigmático, casi irresoluble, despiezado ahora en una tromba de ensayos, novelas, exposiciones y congresos. ¿Quién era Teresa de Ávila? ¿La santa y doctora de la Iglesia? ¿La iluminada histérica que pintan algunos? ¿La feminista avant la lettre que vindicó Simone de Beauvoir? ¿La mística que fascinaba al surrealista André Breton? ¿La religiosa que ganó el pulso al poder y a la Inquisición anticipando ese lema tan contemporáneo de si-no-te-gusta-lo-que-hay-cámbialo? ¿Quién era aquella «vagabunda y rebelde –dijo de ella el nuncio Filippo Sega– que pretendía enseñar como maestra a pesar de lo que había dicho san Pablo de ordenar a las mujeres que no enseñasen»?

FEMINISMO Y REFORMA «¿No basta señor, que nos tiene el mundo acorraladas?»

Primero como muchacha y luego como monja, Teresa de Cepeda y Ahumada (Ávila, 1515 – Alba de Tormes, 1582) siempre escuchó más a su deseo interior que a cuanto se esperaba de ella. «Era inteligentísima y práctica. Si tomaba una decisión, no se echaba atrás –afirma Rosa Navarro, catedrática de Filología Hispánica de la UB y comisaria de la exposición La prueba de mi verdad–.

Además, procedía de una familia judía y en la sociedad de entonces no tenía honra, con lo cual, no temía perder nada. Ella sentía que Dios la apoyaba. ¿Qué podían hacerle? ¿Matarla? Vivía sin miedo».En efecto, su abuelo, un rico mercader judío de Toledo, había sido condenado por la Inquisición a andar con el saco de sambenito durante siete viernes seguidos, descalzo, mientras le gritaban y le lanzaban basura. La familia acabó huyendo a Ávila, donde se hicieron con un certificado falso de hidalguía. Allí el padre de Teresa se casó en segundas nupcias con una joven de 15 años llamada Beatriz Dávila y Ahumada que leía libros de caballerías a escondidas del esposo y que falleció a los 33 años tras haber parido a 10 hijos.

Eludir el matrimonio

«Murió de agotamiento cuando su hija Teresa aún no tenía 14 años, y ella debió de darse cuenta de lo que le esparaba si se casaba», dice Guadalupe Luceño, comisaria de la exposición Teresa de Ávila, mística y transgresora, que puede verse en Valladolid y que este mes vuela a Berlín con un mensaje: «Reivindicó la integración, la libertad y la autonomía de la mujer, y en su escritura se aferró a la experiencia, dejando claro que ni su obediencia era ciega ni hablaría por boca de terceros».

De la madre, dice Luceño, heredó la pulsión lectora. Devoraba libros de amor cortés. De vidas de santos. Con tanta pasión que, con 8 años, se inflamó y convenció a su hermano para escapar a «tierras de moros» para «recibir martirio». No pasaron, por cierto, de las puertas de Ávila. Sí logró, en cambio, eludir el matrimonio. Aunque a la bella Teresa le gustaban, y de qué manera, las sedas y el coqueteo –mucha literatura ha inspirado una relación con un primo suyo–, a los 20 años desoyó al padre y huyó al convento de la Encarnación de Ávila. «Den gracias al Señor por haberlas tomado por esposas, liberándolas de estar sujetas a un hombre –les diría años después a sus monjas–bajo el cual una mujer encuentra muchas veces la muerte y, Dios no lo quiera, a veces también la ruina del alma».

Enfermedad

Al cabo de un tiempo Teresa enfermó. Sufría dolores. Fiebres altísimas. Dicen que la dieron por muerta y que al cuarto día despertó en el féretro abierto, cuando todo estaba ya dispuesto para darle sepultura. Tras permanecer paralítica tres años y descubrir la espiritualidad contemplativa de Francisco de Osuna en la biblioteca de un tío suyo, se reincorporó al convento. Un lugar, por cierto, donde había más frivolidad que recogimiento. Monjas con criadas. Novicias con pretendientes. Manjares y lujos para «las doñas». Hambre y jirones para las otras. Poco se sabe de aquellos años de «sequedad de oración», pero en 1544, tras morir el padre, se sumió en una década de lucha interior.

«En 1554 le impresionaron la imagen de un Cristo llagado y leer la conversión y el abandono de las vanidades de San Agustín en sus Confesiones –dice Navarro–. Durante los cinco años siguientes se entregó a una intensa vida interior» en la que se sucedieron sus visiones. Pero cuando sus arrobos ya eran conocidos urbi et orbi, quizá pensó que de seguir así enloquecería. Y entonces pasó a la acción.

Se acercaba ya a los 50 años cuando empezó a escribir frenéticamente y cuando se atrevió con otra osadía: fundar, junto a 12 monjas, el convento de San José, semilla de las carmelitas descalzas. Un puñado de revoluciones en una: hacían voto de pobreza, vivían de la caridad, se repartían las tareas, elegían confesor y superiora, aceptaban conversas y vivían en clausura para que nadie entrara a gobernarlas: «En nuestras cosas no hay que dar parte a los frailes».

Escritura y caminos

Hasta su muerte siguió alternando la escritura, la obra de fundación y una impresionante maquinaria de relaciones públicas de la que dan cuenta las más de 15.000 cartas que escribió y los cientos de kilómetros que recorrió, logrando apoyos, fondos o abriendo conventos. Caminaba hasta el desmayo, junto a una carreta de bueyes y calzada con alpargatas de cáñamo. Y tras de sí iba dejando un reguero de ideas incómodas: «El mundo nos tiene acorraladas –escribió y luego, seguramente, se autocensuró en Camino de perfecciónSEnD. (...) Los jueces del mundo, que como son hijos de Adán y en fin todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa».

¿Cómo haciendo lo que hacía lograba salirse siempre con la suya? «Hacía lo que deseaba, pero dentro de la jerarquía de la Iglesia –dice la historiadora Isabel Pérez Molina–. Rompió sin hacerlo del todo. Por temor a la Inquisición, buscaba la aceptación: a veces se disculpaba por escribir siendo mujer o apelaba a su debilidad como excusa. Sin embargo, fue una avanzada, cuestionó a la jerarquía y luchó por ensanchar los horizontes de la libertad femenina». 

INQUISICIÓN «Iban a mí con miedo a decirme que andaban los tiempos recios»

Teresa corta cebolla en la cocina del convento de Ávila cuando, tras un estruendo de pasos y portazos, entra el gran inquisidor husmeando aquí y allá. «Entre pucheros anda Dios», escucha decir al prelado, burlándose de su célebre cita. La escena, escrita por el dramaturgo Juan Mayorga en la obra La lengua en pedazos, no ocurrió tal que así, pero evoca la nebulosa amenazante que la envolvía.

Una monja que leía. Que escribía, a menudo midiendo bien las palabras. Que había tenido que quemar unos comentarios del Cantar de los cantares por estar escritos en lengua romance, cosa entonces prohibida. Que en un texto llegó a acusar a sacerdotes de ser «malos cristianos» que «destruyen los conventos femeninos por prohibir libros a mujeres». Una mujer que decía ver donde los demás no alcanzaban. Que tenía visiones. Éxtasis. Que levitaba, según se cuchicheaba. «Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores», escribió.

En aquellos tiempos, el Santo Oficio andaba obsesionado por cuanto oliera a protestantismo y herejía. Y sobre la monja planeaba la sospecha de ser alumbrada, un grupo místico perseguido. «La Inquisición era como una hidra con muchas cabezas y Teresa tenía mucha gente alrededor que, por recelos o envidia, podía denunciarla», explica Navarro. Pero la monja –que sobre todo sufrió el zarpazo de sus superiores carmelitas, quienes en 1575 le prohibieron seguir fundando conventos– tejió a su alrededor una telaraña de apoyos. Una red que iba desde su familia, monjas y confesores – «siempre jesuitas, que eran listos y la escuchaban», afirma la catedrática–, hasta los duques de Alba y Felipe II.

Los blasones, sin embargo, no impidieron que la Inquisición le requisara hasta su muerte el Libro de la vida, ni que con 60 años fuera «interrogada, molestada y amenazada», por el Santo Oficio en Sevilla, revela Jesús Sánchez Adalid, exjuez, sacerdote y autor de Y de repente Teresa (Ediciones B), tras ser acusada de un puñado de herejías por una beata expulsada del convento. «Se salvó porque murió quien quería condenarla, el inquisidor general, el cardenal Espinosa, y le sustituyó Diego de Quiroga, que era favorable a ella», añade Adalid, quien sitúa en estas coordenadas la vigencia de su legado: «Integrada en la Contrarreforma, intentó cambiar lo que no le gustaba de aquella sociedad y aquella Iglesia, y volver a la pureza primitiva del Evangelio».

LA ESCRITORA MÍSTICA «Me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios»

Escribía en el suelo, sobre un poyete, «más rápido que un notario». Por las noches. O entre tarea y tarea. Primero para sus monjas, pero, aunque no lo logró en vida, también quería publicar su obra. Lectora voraz desde niña, Teresa firmó la primera autobiografía en lengua romance, el Libro de la vida, detalle que, a diferencia de sus visiones, suele olvidarse, critica Navarro. «En aquella época mucha gente tenía visiones. Como san Ignacio de Loyola. Sin embargo, a la que tachan de histérica es a ella, cuando su importancia radica en cómo escribía, en el yo potentísimo que late en toda su obra, en cómo expresó, por ejemplo, la vivencia interior del amor divino, esa muerte en vida, ese dolor inmenso que a la vez es gozo», afirma la catedrática.

Victoria Cirlot, catedrática de Filología Románica, coincide en que su prosa sigue siendo «impresionante por la precisión con la que aborda el mundo interior». «Las experiencias visionarias no eran tan extrañas en un mundo como el monástico, dedicado a prácticas ascéticas como el ayuno –sigue la filóloga–. Además, también conocemos el fenómeno visionario a través de las experiencias estéticas, como atestiguan casos como el de Joan Miró en París o Max Ernst. El Libro rojo del psiquiatra Carl Gustav Jung es un testimonio inmejorable de una experiencia visionaria, que él entendió como el resultado de la ‘imaginación activa’. O sea: las imágenes que llamamos ‘visionarias’ no son producto de la creación de un individuo (fantasía), sino que brotan espontáneamente (imaginación), como las imágenes oníricas».

Más allá pues de las visiones, que a veces coincidían cuando tenía algún problema («yo no dudo de su verdad porque, como en los sueños, eso puede pasar», apunta Navarro), esta catedrática subraya que la modernidad de la prosa de Teresa reside en su enorme poder de comunicación, en que se «adelanta siglos», a escribir como «desahogo del alma, como noticia de lo vivido, como descripción de las peripecias de sus fundaciones». «No tiene que recurrir a autoridades, a citas literarias –añade–. Como mujer sin honra por su origen, como mujer no letrada, ni teme ni presume: escribe en libertad para que la entiendan, para que llegue su mensaje».

Y cinco siglos más tarde, ahí sigue.