Gente corriente

Bernabé Martínez: «La máquina de coser más valiosa es la de mi madre»

Maestro de la tricotosa. Su colección de máquinas de coser y tejer es una lección de historia viva.

«La máquina de coser más valiosa es la de mi madre»_MEDIA_1

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GEMMA TRAMULLAS

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Son las diez de la mañana y Bernabé está enfrascado en una conversación con un vecino sobre la falta de apoyo al tejido industrial del país. Es una escena habitual en este local de la calle de Premià del barrio de Sants de Barcelona, donde se acumulan las pruebas de un glorioso pasado textil. El atiborrado espacio alberga una colección de 130 máquinas de coser y tejer (90 expuestas al público), desde 1860 hasta la actualidad. Su dueño, de 71 años, ha conocido el proceso textil desde sus orígenes manuales a la última generación de máquinas inteligentes y es profesor de género de punto en la Escola Superior de Disseny de Sabadell.

-Nací en Orea, Guadalajara, en una familia de maestros. De joven emigré a Barcelona y un día entré en una tienda de máquinas de tejer de la calle de Laforja. «¿Qué sabes hacer?», me preguntó el dueño. «Es la primera vez que veo una máquina de estas -le confesé-, pero yo me atrevo con todo».

-Acabó siendo distribuidor para toda Catalunya de la prestigiosa marca Brother.

-La gente te compraba la tricotosa, que servía para hacer jerséis, porque tenía necesidad de hacer ingresos extra. Yo les enseñaba el funcionamiento y con dos máquinas en casa podían hacer 20 prendas al día. Muchas segundas residencias se pagaron con las tricotosas.

-Vendería una barbaridad.

-Miné de máquinas toda la zona agrícola de Arbeca, Borges Blanques, Berga... Solo en Arbeca vendería 800 o 900 máquinas y en Vimbodí no había calle donde no se oyera el zing zang de las tricotosas a pleno rendimiento.

-¡Cambió la economía local!

-Claro, porque vender 30.000 máquinas suponía crear 30.000 empleos, sumergidos o no. Uno de mis primeros clientes fue el monasterio de Santa Maria de Vallbona.

-¿Les vendió tricotosas a las monjas?

-Sí, y como eran de clausura le pidieron una dispensa al Papa para que pudiera entrar al monasterio a enseñarles. Pero cada vez que sonaba la campana tenía que suspender la clase porque ellas salían disparadas a rezar. Al final me quejé a la madre superiora, que aceptó que rezaran sin salir de clase.

-Son anécdotas de un pasado próspero.

-La meca del género de punto estaba en Igualada y Olot. Había una cantidad de fábricas tremenda y en cada nave había 400 personas con columnas de máquinas. La gente trabajaba ocho horas, que era su jornada, más cuatro extraordinarias.

-¡Doce horas al día tejiendo!

-Si entrabas a las ocho de la mañana, la gente cantaba; a las dos seguían cantando y a las siete, hartos ya de trabajar, no habían dejado de cantar. Ahora hay una sola persona que programa las máquinas, que lo hacen todo, y siempre está cabreada.

-Usted debió de amasar una fortuna.

-Sí, pero en la crisis del 89-90 perdí unos 200 millones de pesetas y tuve que despedir a mis empleados. Durante tres meses, cada vez que hablaba con un cliente me echaba a llorar. Hasta que me dije: «Bernabé, si la vida tiene que ser esto más vale que te mueras». La vida sigue y ahora me doy cuenta de que no era feliz. Trabajaba solo para ganar dinero, nada más; desde el momento que lo perdí y me quedé trabajando solo, fui la persona más feliz del mundo.

-¿Cuál es la joya de su colección?

-Hay algunas máquinas antiguas, como una de 1860 fabricada en Barcelona por Miquel Escuder, que le puso el nombre de su mujer: modelo Aurora. Hay otras con incrustaciones de nácar que son curiosas. Pero para mí la más valiosa es la máquina de coser de mi madre. Cuando era niño me subía al mueble y jugaba con la rueda como si fuera el volante de un coche. No es la mejor máquina de la colección, pero tiene un valor sentimental incalculable.