Bergua, caso abierto

Los Mossos volvieron a investigar con nuevas técnicas policiales la desaparición de la joven de Cornellà pero no hallaron nuevos indicios

M. N. / BARCELONA

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La muñeca de la comunión, los peluches y un enorme retrato de cuando era pequeña, sonriendo feliz sobre el cabezal de la cama, iban a ser retirados aquella Semana Santa. Cristina Bergua iba a cumplir 17 años en junio y ya iba siendo hora de darle otro aire a la habitación de la adolescente que empezaba a colgar sus primeras fotos de Bon Jovi. Desde aquel 9 de marzo de 1997 en el que Cristina, con 1.500 pesetas y el DNI en el bolsillo, no regresó a la casa de sus padres en Cornellà sus juguetes, su ropa, sus libros y apuntes de 2º de BUP, sus castañuelas y la guitarra que empezaba a tocar permanecen tal y como ella los dejó aquella tarde en que dijo que iba a casa de su novio para dejarle. Han pasado justo 18 años y ni un solo día Luisa Vera ha sido capaz de no de llorar a su hija. «Hace tiempo que dejamos de esperarla. Ahora solo necesitamos enterrarla. Y saber qué pasó», cuenta.

A conocer la verdad no renuncian ni Luisa ni su marido, Juan Bergua. En su día, la investigación acabó en un callejón sin salida y fue sobreseída provisionalmente hasta que se encontrara algún nuevo dato que permitiera su reapertura. Durante estos años, el padre visitó a todos los magistrados que llegaron al juzgado número 3 de Cornellá hasta que en el 2008 uno atendió su súplica de encargar una nueva investigación a los Mossos para aprovechar las nuevas técnicas policiales que no existían años atrás. En el 2010, la Unidad Central de Desaparecidos que dirige el sargento Pere Sánchez retomó el caso. Y planteó una nueva investigación partiendo de cero con el agravante de los 13 años transcurridos hasta ese momento.

Los avances en las técnicas de ADN y grafología permitieron a los agentes hacer nuevas pruebas. Apenas dos meses después de la desaparición, en 1997, llegó a la policía una carta con matasellos de Cornellà y un misterioso remitente escrito a mano: «Una ayuda». El mensaje era escueto: que buscaran el cuerpo de Cristina en la basura. Aquella infructuosa búsqueda en el vertedero del Garraf se detuvo cuando se filtró el coste del operativo, 50 millones de pesetas de la época (300.000 euros). Además nunca se logró determinar en qué lugar de aquel inmenso basurero estaban los residuos de Cornellà correspondientes a aquel marzo fatídico.

Para su nueva investigación, los Mossos se centraron en aquel anónimo. Si la pista de la basura era certera, esa persona sabría más cosas. Había que identificarla. Solicitaron al entorno de Cristina muestras de escritura para cotejar las letras. Se tomó declaración nuevamente a todas las amigas de la joven. Habían dejado de ser unas adolescentes y, ya en la treintena, con lagunas en la memoria por los años transcurridos, pero con la necesidad intacta de saber qué le paso a Cristina, volvieron a contar cómo aquella tarde de domingo la joven les anunció que visitaría a su novio Javier para acabar con la relación.

Se analizaron los restos de saliba del sello, se encontró un perfil de ADN, pero no a su titular. Tampoco sirvieron los fragmentos de una huella dactilar que se recuperó en el sobre de la carta.

Se recorrieron los escenarios, muy cambiados con los años, los itinerarios de aquella tarde. Se revisaron las coartadas y se habló con el que a ojos de los primeros investigadores siempre fue el único sospechoso, Javier, el novio. Tras un tiempo en la República Dominicana, el joven volvió a España, se instaló en Zaragoza e ingresó varias veces en prisión por diversos asuntos. Durante uno de sus permisos penitenciarios, accedió a mantener una entrevista «informal» con el sargento Sánchez. «Como ya había hecho con la policía, su actitud fue de colaboración y respondió a todas mis preguntas. Tan sereno y frío, que dudo que tuviera más de 30 pulsaciones por minuto». Los Mossos no encontraron nuevas líneas de investigación más que las que conducían hasta Javier. Pero con los años ni un solo indicio para imputarlo.