«Queremos equivocarnos»

Alumnos de ESO debaten con este diario sobre su relación con los padres y admiten que maquillan un poco la realidad

Votación y risas 8 Los alumnos de cuarto de ESO del IES Torre del Palau se sinceran a mano alzada, durante la charla con EL PERIÓDICO, el viernes por la mañana.

Votación y risas 8 Los alumnos de cuarto de ESO del IES Torre del Palau se sinceran a mano alzada, durante la charla con EL PERIÓDICO, el viernes por la mañana.

CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / TERRASSA

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Viernes 24 de abril, 8.15 horas. Evaristo, director del IES Torre del Palau de Terrassa, y Abel, coordinador de ESO del centro, se van de la clase porque aquí son la autoridad y su presencia podría coartar a los chicos. Bien por ellos. Dentro del aula, 40 jóvenes de 16 años y un redactor de EL PERIÓDICO charlan sobre la comunicación entre padres e hijos; desde el respeto, sin hurgar en intimidades. Admiten que maquillan la realidad, que no dicen toda la verdad. Y reclaman espacio, vivir su vida, que se les trate como adultos. Con un lenguaje mucho más directo y vivencial, piden lo que los psicólogos y sociólogos recomiendan: confianza, empatía. Y un diálogo de ida y vuelta.

Cuesta arrancar las palabras pero se van animando. Acabarán siendo unos 12 los que participen en el debate. El resto escucha, no parece que pasen de todo. Este es un ejercicio voluntario y el que lo desee, puede abandonar la sala, sin problemas. Nadie se marcha. «Mi madre me lo pregunta todo a la hora de cenar. No siempre, pero sí muy a menudo. Yo se lo explico, pero sin decirle la verdad de la verdad». El joven prosigue: «Creo que acaba colando, porque parece que se queda tranquila».

Menudean las risas cómplices cuando un compañero suelta algo que parece pasarles a todos, como el recuerdo de la madre «que no te deja en paz», o el padre «que te pilla la mentira por la cara que pones y no te suelta hasta que le dices otra cosa que le deja satisfecho». La verdad se tunea, aseguran, por miedo a las consecuencias. «No lo cuento todo porque me da miedo la bronca que venga después», admite uno. «Que no pregunten, y así no tendrán disgustos y nos evitaremos conversaciones incómodas», clama otro.

Llegó un buen día en el que en casa empezaron a caerles «interrogatorios», pues es así como dicen sentirse a veces, interrogados. Fue el tránsito de la primaria a la secundaria, cuando el pelo aparece por debajo de la cabeza, la mujer florece, los amigos se fortalecen y las relaciones se solidifican. A una de las chicas de cuarto de ESO no le molesta que en casa la curioseen. Lo comparte «todo» con su madre porque cree que es la única manera de que confíe en ella, de que la deje hacer. «Si ella conoce mi versión, todo es más fácil, aunque algunas cosas, pocas, me las guardo para mí». Mueve la cabeza y sonríe con timidez. No es difícil intuir qué suele reservarse para sí misma.

Todos pecadores

Una prueba a media charla para espabilar al personal. Los alumnos elaboran una lista de cinco acciones no demasiado populares: fumar, beber alcohol, escaparse de casa, no estudiar lo suficiente y conducir sin carnet. ¿Cuántos de la clase han perpetrado al menos una de estas fechorías? Casi toda el aula con la mano alzada. ¿Y cuántos creéis que vuestros padres también la levantarían? Arriba todo el mundo otra vez. Se les explica que la generación de sus padres, que tienen entre 40 y 50 años, tuvieron una adolescencia que los abuelos y ancestros no pudieron gozar porque les tocó trabajar, resguardarse de las bombas o cuidar de un hermano. Tiempos de estrecheces. «Pasaron de la infancia a la edad adulta», escuchan, con gesto contrariado. Sus padres la disfrutaron en democracia y tuvieron el tiempo y la libertad de cometer locuras, errores, los que ahora quieren evitar que ellos repitan. «Mi padre era un pieza hasta que conoció a mi madre, y creo que por eso la tengo siempre encima, porque no quiere que acabe como él», argumenta uno de ellos.

Una de las chicas que más participa, y que describe una comunicación muy fluida en casa, reivindica el «derecho de equivocarse». Se explica: «Le digo a mi madre que debe darme cierta libertad para cometer errores para que yo sola pueda darme cuenta de que no debía ir por ese camino. Ellos no tienen miedo de nuestro errores, sino de que lo pasemos mal, de que nos hagan daño, pero no pueden protegernos siempre». Toda una lección. En cualquier caso, esta joven de familia dialogante echa de menos algo más de empatía en los momentos de coloquio familiar. Porque a ella le gusta hablar de lo que le pasa, y su madre, dice, «siempre quiere dar una visión global de las cosas», es decir, ir del caso concreto a la lección de vida. «Eso me hace pensar a veces que no me entiende, que pone ejemplos que no tienen que ver conmigo».

También echan de menos, así lo razona una joven, que los mayores les cuenten sus cosas. No entiende que los hijos tengan que explicarlo todo de sus vidas y que en cambio los padres no compartan nada de su día a día, de sus preocupaciones. «Me gustaría saber más porque yo se lo digo todo y les tengo mucha confianza, pero ellos no cuentan nunca nada, y eso me hace pensar que quizás no confían en mí. Me gustaría saber más de ellos pero alguna vez que he preguntado me han respondido que es su vida y se han sacado el marrón de encima. ¿Y la nuestra de quién es?». Irrefutable. Coge el hilo una compañera: «Confío mucho en mi madre y me gustaría que ella confiara más en mí, que me explicara sus problemas para que yo pueda ayudarla, porque quizás pueda ayudarla con sus cosas, ¿no?». 

No somos tontos

En el fondo del aula destaca un alumno espabilado que se explica mucho mejor de lo que cabría esperar de un joven de 16 años. Cosas de los prejuicios. Se ríe cuando explica que sus padres le cogen el móvil para espiar sus mensajes y el historial del explorador. «Se creen que soy tonto, que no sé que lo revisan. Lo vuelven a dejar donde estaba, como si no pasara nada, como si yo no me hubiera dado cuenta. ¿Acaso miro yo su teléfono? ¿Qué pasaría si les pidiera que me dejen ver qué tienen en su móvil?». Muchos asienten, en clarísimo ademán de «eso también me ha pasado». Todos tienen celular en el bolsillo. En otra votación a mano alzada, la mayoría cree que en casa se lo compraron porque así los padres les controlan más y mejor. «Me preguntan con quién hablo, con quién chateo, qué páginas miro…». «A mí no se me ocurriría preguntarles esas cosas. ¿Por qué lo hacen ellos?». Otra vez esa sensación de constante fiscalización. «Para ellos es complicado, porque si no nos controlan igual crees que no hacen de padres, pero si se pasan... es insoportable».

No hablan con resentimiento, más bien con algo de frustración y cierta contradicción. Coinciden en que sus padres les conocen bien, pero a la vez confiesan cierto maquillaje en muchas de las cosas que comparten. «Bueno, sí, ellos creen que nos conocen, y seguro que es así, pero tampoco puedes conocer a alguien al 100%, ¿no?», aportan desde las primeras filas. Y ellos, ¿lo saben todo de sus padres? Ponen caras raras, como recreando imágenes de papá y mamá que uno preferiría evitar. Luego se ríen. «¡¡No, no lo queremos saber todo!!», comulgan.

Facebook y la abuela

Las redes sociales y el uso de los chats son también tema de debate habitual en los hogares de estos jóvenes del Vallès Occidental. En esta materia sus padres viven en la edad media mientras ellos experimentan casi a diario con una aplicación que da una vuelta de tuerca a la que estaba de moda la semana pasada. El Facebook, coinciden, se les ha quedado anticuado. Por dos razones: una, sus padres también están ahí, y dos, necesitan algo más ágil, más inmediato, más rabioso. Relata uno que no acepta a nadie que sea de una edad superior a la de sus primos. Con una sola excepción: «He aceptado la solicitud de amistad de mi abuela porque de paso le echo una mano porque no sabe usarlo».

Suena el timbre y los profesores entran. Una buena experiencia. Aunque quién sabe, quizás a EL PERIÓDICO también le hayan dicho verdades a medias, lo que quería oír. Son las cosas de la adolescencia. H