controversia ÉTICa SOBRE EL FINAL DE LA VIDA

«Se murió en 10 minutos»

Teresa Gol y Gustavo Subirats, de Derecho a Morir Dignamente, junto a Nuria (de perfil), en Barcelona.

Teresa Gol y Gustavo Subirats, de Derecho a Morir Dignamente, junto a Nuria (de perfil), en Barcelona.

FIDEL MASREAL
BARCELONA

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El 21 de abril del año pasado, Jordi, un abuelo barcelonés de 80 años, convocó en su casa a sus dos hijas. Cuando las tuvo reunidas frente a sí, les leyó una carta, la carta más sobrecogedora que ninguna de ambas habría imaginado. «Siento en mi fuero interno -les leyó el anciano- que ya no me queda más vida». Pero las hijas aún no habían oído lo más estremecedor: «Pido solemnemente que me hagan un suicidio asistido».

Nuria, una de las dos hijas de Jordi, recuerda aquella intensísima experiencia. Lo primero que sintió fue rabia. Una rabia honda. No entendía por qué su padre quería morir. Las dos hermanas intentaron disuadirle. Lo primero que se les ocurrió fue ofrecer al padre que se fuera a vivir con ellas. ¿Es porque te sientes solo, papá? «No es que no quiera ir a vivir con vosotras, hijas, es que ya no quiero vivir más. Me sabe mal el dolor que os pueda causar, pero ya no me falta nada». Y, con gran determinación, el padre zanjó: «Si no queréis participar, lo haré solo».

Nuria y su hermana se fueron llorando de casa de su padre. Pero la rabia inicial se fue transformando y dejando paso a un interrogante angustioso: ¿Que habrá pasado para que papá quiera morir? Sin embargo, la respuesta ya la exponía Jordi en su carta de intenciones. El hombre -decorador de interiores con dos tiendas en Barcelona- arrastraba desde hacía años serios problemas de salud. Una tuberculosis le había dejado con un solo pulmón y tenía crisis respiratorias periódicas. Y la muerte de su esposa fue algo definitivo. «Eso ya no lo pudo superar», recuerda Nuria. A partir de ahí su salud cayó en picado.

SOLO EN SUIZA / Jordi murió por suicidio asistido en Suiza el 18 de octubre, de la mano de la asociación Dignitas, que el año pasado ayudó a morir a tres españoles y que se ha convertido en un referente europeo para ciudadanos de países que, como España, penalizan la eutanasia. Desde 1998, más de mil europeos de distintas nacionalidades han optado por esa vía. Los que más a viajan a Suiza para morir son los británicos, alemanes y franceses. Solo Bélgica, Holanda y Luxemburgo tienen leyes similares a las suizas en materia de eutanasia. El artículo 143 del Código Penal español castiga con hasta ocho años de cárcel a quien «induzca al suicidio de otro». La pena es menor para quien coopera en la muerte de otro «por petición expresa, seria e inequívoca de este» y siempre que sufra una enfermedad mortal en estado terminal.

Nuria, administrativa de 53 años, relata qué pasó después de aquel día en que su padre les leyó aquella carta. Nuria, su hermana y sus respectivos maridos decidieron acompañar a Jordi a morir a Suiza, pues en España sería ilegal. Tras contactar con Dignitas, las hijas enviaron a Suiza una detallada documentación sobre el estado de salud de Jordi y luego viajaron al país helvético, donde tuvieron varias entrevistas con el personal médico de la asociación para confirmar que se trataba de una decisión consciente y no forzada.

COGIDOS DE LA MANO / La familia estuvo cinco días en Basilea con este tipo de pruebas y chequeos hasta que llegó el momento del desenlace.

«La casa estaba a las afueras de un pueblecito entre Basilea y Zú-

rich -recuerda Nuria, emocionada-.

Era un sitio muy tranquilo, de colores pastel, sillones, un parque... Había dos mujeres jóvenes. Les entregamos la documentación y una de ellas le preguntó a mi padre, en francés: '¿Quieres seguir con esto?' Mi padre no dudó: 'Sí, sí quiero'. Las dos mujeres salieron de la habitación para que pudiéramos despedirnos. Fue duro, pero no lloramos, ni una lágrima. Con los ojos, él nos decía: 'No lloréis, por favor'. Lo sentaron en un sillón muy cómodo. Mi hermana y yo nos pusimos cada una a un lado suyo y le cogimos las manos bien cogidas. Regresaron las dos mujeres. Una traía el fármaco, pero primero le dio un zumo dulce porque el líquido es muy amargo. La otra mujer grababa. La que le traía el fármaco le preguntó a mi padre: '¿Es consciente de lo que va a tomar? ¿Quiere tomárselo?' Entonces, papá lo cogió y se lo tomó. Ya está. Se quedó dormido enseguida. En 10 minutos había acabado todo. En 10 minutos se murió».

Nuria, asesorada por la asociación española Derecho a Morir Dignamente, ha decidido relatar a EL PERIÓDICO la muerte de su padre para reclamar que otras familias en su situación no se vean obligadas a salir del país para poder cumplir con el deseo de una muerte digna.

AYUDAR A MORIR / «A quien no me comprenda, le diría que cuando tu padre te pide esto, si le quieres tienes que ayudarlo incondicionalmente. Yo hubiera sido incapaz de decirle que no le ayudaba. Incapaz», dice Nuria. «Claro que lloro cuando pienso en ello. Ha sido muy duro. Yo ayudé a morir a papá. Pero estoy muy tranquila. Volvería a hacerlo».

Nuria hace una pausa y Teresa Gol, de Derecho a Morir Dignamente, que ha conocido decenas de casos, califica de excepcional esta vivencia: «Hay que amar mucho para hacer esto. Es poco habitual que las familias se sientan y estén tan implicadas. Hay familiares que no pueden acompañar a la persona que pide un suicidio asistido, muchas veces quizás porque no hay esta base de comunicación. Para esto es clave quererse. Y eso no se improvisa».

Nuria retoma la palabra. Una reflexión final: «Tenemos una concepción totalmente equivocada de la muerte. La muerte es una consecuencia de la vida y creo que debe acabar cuando tú quieras, no cuando quiera quien sea. Lo tengo clarísimo. Mi padre fue un hombre excepcional y siempre, siempre, coherente».