OPINIÓN
Un conflicto que era previsible
La necesidad de hacer más eficaz la gestión de las universidades, unida a la proliferación de títulos y al incremento del déficit, ha abierto el debate acerca de quiénes deben ostentar la dirección financiera. Por un lado, están quienes consideran que el rector y su equipo deben retener esta atribución; por otro, se encuentran quienes confían más en una gestión profesionalizada e independiente.
Antoni Serra Ramoneda
Economista
ANTONI SERRA RAMONEDA
EXRECTOR DE LA UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA (1980-1986)
Era inevitable que tarde o temprano la híbrida vigente fórmula de gobernanza de nuestra universidad acabara mostrando no solo su inoperancia sino su tendencia a acabar en un rosario de la aurora como el que ahora contemplamos. Porque uno de los errores más frecuentes de nuestras recientes reformas universitarias ha sido no optar nunca decididamente ni por la carne ni por el pescado. En el tema que nos ocupa, deslumbrados por el renombre de las universidades norteamericanas, especialmente las privadas, quisieron superponer al máximo responsable de las cuestiones estrictamente académicas un consejo, encabezado por un presidente con mando en plaza, con plenos poderes no únicamente en la obtención y administración de los recursos financieros sino incluso en el nombramiento o, en su caso, el cese del rector. En cambio en Europa, especialmente en el Reino Unido, donde predominan las universidades públicas, se acepta que la autonomía de los centros tenga sus límites básicamente en las asignaciones presupuestarias que decidan las instancias públicas. Es el rector quien, investido de la máxima autoridad, responde del buen uso de los medios que esta pone en sus manos, sin que la comunidad docente y discente pueda interferir en sus decisiones si son conformes a la ley.
Aquí, por razones obvias, los efectos del mayo del 68 parisino nos llegaron con retraso. El anhelo de libertad tanto tiempo contenido estalló a partir del inicio de la transición e impuso de facto un modelo de gobernanza con tintes asamblearios en nuestras universidades. En muchas de ellas los claustros asumieron un fuerte protagonismo y tendieron por diversas vías a erigirse en el verdadero órgano de gobierno, cercenando el papel del rector a ejecutor de sus acuerdos. Con la democracia, los legisladores quisieron reconducir la situación pero sin provocar excesivas reacciones entre quienes tildaban de fascista cualquier retroceso en el camino ya iniciado hacia el modelo autogestionario de la universidad.
Para no convertir a la Administración en el malo de la película, la ley de reforma universitaria de 1983 dispuso la creación, en cada universidad, de un consejo social integrado por representantes de distintos estamentos de la denominada sociedad civil. Su función era doble: vehicular hacia la institución las aspiraciones de sus representados sobre la formación superior y, a la vez, supervisar el buen uso de los recursos que la sociedad ponía a su disposición para cumplir su cometido. Pero nunca se definieron la zanahoria y el palo que el consejo tendría a su disposición para que sus recomendaciones, observaciones y reprimendas fueran atendidas por un rector sobre cuyo nombramiento o cese no tiene atribución alguna y sometido a fuertes presiones internas de sus electores para no permitir cualquier injerencia externa. Y el conflicto había de estallar cuando el destino puso al frente de un consejo social a un ingeniero acostumbrado al mando en plaza y poco proclive a ejercer de florero. Es la hora de la verdad. O se dan medios al consejo social para ejercer su papel o se suprime.
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