Análisis
En torno a los toros y la hispanidad
Josep Oliver Alonso
Catedrático de Economía Aplicada (UAB) y codirector de EuropeG.
Josep Oliver Alonso
Por fin el Parlament va a decidir sobre el futuro de las corridas. Se ha argumentado mucho sobre las razones que sugerirían su prohibición. Pero antes de entrar en materia, permítame el lector abordar un argumento, profundamente deshonesto, a favor de su permanencia. Se postula que la supresión de la fiesta nacional entrañaría una nueva disputa con España. Y que los que más celebrarían su prohibición serían los partidarios de la España más carpetovetónica, que verían confirmados sus argumentos de una Catalunya que no quiere más que la separación. Es un discurso deshonesto, porque pretende desviar el debate.
Porque lo que está realmente en juego es una opción moral, de respeto por la vida, de horror hacia una actividad que implica el disfrute de los humanos con la tortura de los animales. Y esa opción la comparten ciudadanos catalanes y no catalanes (como lo muestra una iniciativa similar en el Parlamento de la Comunidad de Madrid), españoles y extranjeros (ayer, por ejemplo, se presentaron más de 100.000 firmas foráneas en apoyo de la prohibición de las corridas de toros).
Si el problema no es de identidad nacional, ¿cuál es? Su raíz no es otra que la imposibilidad, por parte de los que defienden los toros, de contemplarse a sí mismos, de verse realmente como son.Voltaire,en suEnsayo sobre la Historia General y sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y sobre los principales hechos desde Carlomagno hasta Luis XIII, se preguntaba acerca de la percepción que tenemos de la libertad. Imaginen un hotentote africano, decía, que cada mañana se levanta para cazar; decide su jornada, el terreno de caza y los compañeros. Y compárenlo con aquel que dormía con sus bestias de carga, se ataba a ellas al salir el sol para arar una tierra que no era suya, entregaba una parte de su esfuerzo a alguien desconocido, trabajaba seis días seguidos y el séptimo descansaba porque se le exigía ir a una casa preciosa, labrada en piedra, donde un individuo de espaldas le indicaba, en una lengua muerta, lo que podía o no podía hacer. Salvando todas las distancias, ese mismo tipo de anteojos culturales, que impedían ver al campesino francés las limitaciones a su libertad, son los que llevan puestos los partidarios de las corridas.
Argumentarán con todo el arsenal imaginable: los toros existen en el Mediterráneo desde hace milenios; son una parte indisoluble de nuestro legado cultural; grandes artistas se han inspirado en ellos y han generado obras maestras; o, finalmente, constituyen un soporte económico imprescindible para ciertas áreas.
Argumentarán y argumentarán, pero no responderán a una simple pregunta. Y no lo harán, porque esa cuestión les coloca frente al espejo de sí mismos, y la imagen que ven no les gusta. Como le sucedía al campesino francés. Por ello, después del largo debate de estos meses, la pregunta a la que hay que responder finalmente hoy es muy simple: ¿es moralmente lícito disfrutar con el sufrimiento de un ser vivo? Contéstesela el lector.
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