La unidad soñada

El avance de la CUP representa la superación de la fragmentación que caracterizó al independentismo revolucionario durante 20 años

FIDEL MASREAL / BARCELONA

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Para no aburrir al lector con una espesa sopa de letras de la izquierda independentista revolucionaria en los años 80 y 90, basta con recordar que durante dos décadas los militantes de este espacio político ocuparon (de forma muy minoritaria) el Fossar de les Moreres con ocasión de la Diada del Onze de Setembre y que protagonizaron numerosas escenas de tensión y airados debates en torno a cuestiones como los països catalans, los espacios de confluencia revolucionaria o el papel a jugar en las instituciones si se lograba acceder a ellas.

El principal referente fue el Moviment de Defensa de la Terra, nacido de la fusión del PSAN y de Independentistes dels Països Catalans, que propugnaba la independencia y el socialismo. Pero las tensiones entre ambos sectores se mantuvieron y el MDT acabó fraccionándose. Una facción fundó Catalunya Lliure. Y otros mantuvieron el nombre y apostaron por una nuevo espacio de confluencia, la Assemblea d'Unitat Popular, a la que se unieron dirigentes y militantes de La Crida. Pero ese intento acabó de nuevo en fracaso. Una parte de los activistas acabaron en ERC, donde el giro independentista protagonizado por Àngel Colom atrajo también a un sector de Terra Lliure y Catalunya Lliure. Otros crearon la Plataforma per la Unitat d'Acció (PUA), de la que años después surgiría Endavant.

Travesía del desierto

Como explican Julià de Jòdar y David Fernàndez en el libro Cop de CUP, el movimiento de la izquierda independentista entró entonces en una travesía del desierto. La salida del mismo, junto con las iniciativas de reunificación de las diversas juventudes revolucionarias y la proliferación de casals populars, fueron las candidaturas municipales de unidad popular. Las CUP.

Tras un crecimiento sostenido en al ámbito municipal, la organización decide dotarse de una estructura nacional en el 2005. El salto más notable llega en el 2007, cuando la CUP triplica resultados y entra en los ayuntamientos de Mataró, Vilanova i la Geltrú, Manresa, Vic y Berga y se convierte en decisiva en Vilafranca del Penedès, Berga y Sant Celoni.

No es hasta después de un notable debate interno -con funcionamientos siempre asamblearios y con la volutand de trasladarse de la base a las estructuras de coordinación- que la CUP decide presentarse a las elecciones al Parlament del 2010.

El contexto de crisis económica y social, el estallido de movimientos como el 15-M y la frustración respecto a los procesos de negociación sobre el modelo de Estado son factores externos que explican que la CUP haya acabado con décadas de luchas cainitas en el independentismo radical. Lo cual no significa que entre los dos polos que mantienen la tensión dialéctica dentro de la CUP, Endavant y Poble Lliure (que recoge la herencia del MDT), no haya todavía diferencias notables sobre qué representa esta organización, si es instrumento o finalidad.

David Fernàndez, en una entrevista al digital Crític, admitía recientemente otro reto pendiente, que se hará más visible ahora que la organización es decisiva. «La CUP no ha razonado suficientemente sobre cómo tendría que ser el poder y cómo lo tendríamos que practicar».

Su estructura es descentralizada y sus mandatos, limitadísimos. Defienden la necesidad de estar siempre en la calle, tanto o más que en las instituciones, y son reacios a los juegos de reparto de poder. Las más de 100 agrupaciones territoriales de la CUP alojan a casi 1.500 militantes. De estas agrupaciones surgen los 60 miembros del consejo político (los que el sábado pasado discutieron por espacio de tres horas las conclusiones extraídas de la militancia). Pero no es el consejo político el que redacta la propuesta, sino el secretariado nacional, integrado por 15 personas, que se renueva parcialmente cada dos años y que es el que ha dado forma al plan. Los negociadores (con Junts pel Sí en este caso) responden ante las asambleas.

El futuro de la CUP pasará, en parte, por resolver su relación con el poder y ver hasta dónde llega su coherencia (pureza, dirían los críticos) a la hora de ceder y negociar. Figuras como Fernàndez, Quim Arrufat o Antonio Baños, además, han aportado consistencia discursiva y proyección pública a lo que en los 80 y 90 era un movimiento minoritario y poco permeable.