Análisis

Suárez, las prisas y Catalunya

Suárez, con Carlos Arias Navarro.

Suárez, con Carlos Arias Navarro.

ANTONIO FRANCO

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Adolfo Suárez fue esencialmente un hombre que creyó que tenía que superar deprisa deprisa los principales atrasos y desavenencias que nos lastraban. Tenía razón. Ahora que casi todos los problemas españoles se pudren por esperar a que se arreglen solos o a que el tiempo resuelva lo que la cobardía y la ausencia de ideas deja sin encarar, aquella dinámica de Suárez y sus ganas de actuar, de transformar sin dilaciones la realidad, suscitan nostalgia.

Suárez también aprendió deprisa. Con poca formación cultural, macerado en el  Frente de Juventudes y estrenándose en política como gobernador civil franquista de Ávila, luego en dos años (entre 1975 y 1976) pasó de ser ministro secretario general del Movimiento a jefe del Gobierno predemocrático que impulsó la amnistía y la ley de reforma  política. Lo hizo con intuición y decisión, pero vistiendo la camisa azul fascista en los actos en que era preceptiva. Ya con camisa blanca, un año después legalizó al Partido Comunista, negoció los Pactos de la Moncloa que estabilizaron la vida patronal y  sindical, y sacó adelante la Constitución. Él puso la cara para las bofetadas a contrapelo del desprecio de la mayoría de los demócratas por sus antecedentes. Solo le apoyaron el rey Juan Carlos y unos pocos franquistas convencidos de la conveniencia de cambios. Pero supo utilizar con acierto la sensatez posibilista de los políticos de la oposición y el empuje democratizador del sector más activo de la ciudadanía española.

Quizá por la velocidad, pero algunas cosas las hizo mal. Su alma de trepador maniobrero supo forzar el haraquiri de las Cortes franquistas, engañar al Ejército ultra y diseñar con disimulo un escenario democrático. En cambio, el tiempo ha demostrado que varias de sus fórmulas magistrales, como el improvisado café para todos autonómico, carecían de fuste. Tampoco puso las bases para una estructura de partidos políticamente sana, ni perfiló bien la separación de poderes, ni democratizó la justicia. Con todo, lo que quedó a medio camino en la transición es más responsabilidad de la pasividad de sus sucesores -Felipe González y José María Aznar- que de él. El ejemplo es la ausencia de voluntad actualizadora de la Constitución que mostraron ambos.

Con respecto a la España plurinacional, aquel exministro del Movimiento también aprendió deprisa. Pasó del famoso patinazo de descartar en público que la química nuclear pudiese enseñarse en vascuence o catalán (año 1976) a perfilar para España el modelo descentralizado más avanzado de Europa y a dotar a Catalunya del marco para el mayor nivel de autogobierno de su historia y la mayor expansión de su lengua. Lo hizo quizá sin convicción de fondo aunque entendiendo que era el precio para la unidad de España; después de él dejaron de saberlo calcular. Años más tarde, con Suárez convertido en un ex, en un almuerzo privado le reconocí los excesos de la prensa para forzar su dimisión y correspondió diciendo que el café para todos se aplicaba con desmesura y mostrando orgullo por su contribución a devolver autonomía a los catalanes.

Otra cuestión sobre Catalunya. Suárez fue muy astuto rescatando y utilizando a Tarradellas. Con eso impidió que la izquierda catalana, legitimada por una amplia mayoría electoral, convirtiese ese peso en fuerza política tangible al diseñar la descentralización. Que conste que eso le permitió a Jordi Pujol, antecesor de Artur Mas, ganar tiempo, salvar su desventaja con el PSC y acabar diseñando la nueva Generalitat al estilo de Convergència.