La matanza de Atocha, el sangriento minuto cero de la democracia

Fue el año en el que la historia se aceleró. La sociedad española vivió en 1977 entre el miedo y la ilusión un difícil camino hacia las libertades. El terrorismo se cobró un precio muy alto en ese viaje, pero atentados como el del despacho de los abogados de Atocha hicieron irreversible el camino hacia la democracia.

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JUANCHO DUMALL

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Si la Transición se entiende como una moneda con dos caras inseparables, la del miedo y la de la audacia, puede decirse que los acontecimientos del 24 de enero de 1977 supusieron el clímax del pavor, pero paralelamente dieron paso a los más brillantes momentos de arrojo político en la reciente historia de España. Ese día, el martes se cumplen 40 años, unos pistoleros de extrema derecha asesinaron a cinco personas e hirieron a otras cuatro en el despacho de abogados laboralistas ubicado en el número 55 de la calle de Atocha, en Madrid. Fue un acto terrorista que marcó el futuro del país de una forma que jamás hubieran sospechado los asesinos y, en cambio, era la deseada por las víctimas.

TENSIÓN INSOPORTABLE

Para entender la tensión insoportable que produjo esa matanza hay que revisar el contexto de aquellos días. El GRAPO, una banda terrorista de dudoso origen pero de trayectoria ultraviolenta, había secuestrado ese día al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Esta acción, pensada para buscar una reacción antidemocrática de las Fuerzas Armadas, venía después de otro secuestro de un alto cargo, esta vez civil, pero de pasado franquista y apellidos ilustres. El 11 de diciembre de 1976 había sido secuestrado Antonio María de Oriol Urquijo, presidente del Consejo de Estado y exministro. La actividad del GRAPO se sumaba a la de ETA. En aquellos días de enero, estaba muy reciente el atentado que le costó la vida a Juan María de Araluce, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, a su chófer y a tres policías que le escoltaban.

Para completar ese ambiente tenebroso, evocador para muchos del clima de violencia que sacudió el Gobierno del Frente Popular en 1936, el 23 de enero había sido asesinado a tiros por grupos de ultraderecha el estudiante Arturo Ruiz García, que participaba en una manifestación proamnistía. Y al día siguiente, en la manifestación de protesta por este atentado, un bote de humo de la policía hirió gravísimamente a otra estudiante, Mari Luz Nájera, que moriría al día siguiente.

TORMENTA PERFECTA

Pero para entender el clima que vivía la sociedad española en aquellos días hay que pensar que el país estaba sumido en un durísimo bache económico, consecuencia de la crisis del petróleo que había estallado en 1973 y puesto al descubierto la debilidad del desarrollismo de la última fase del franquismo. El paro escaló en 1977 hasta las 900.000 personas y la inflación superó de largo el 25% y llegó a puntas propias de economías latinoamericanas.

La situación política era a primeros de ese año muy incierta. El 15 de diciembre de 1976 se había aprobado en referéndum la ley para la reforma política, pero los partidos democráticos seguían siendo ilegales y una buena parte del régimen recelaba de los pasos que estaba dando el presidente Adolfo Suárez. Aunque se sabía que ese año iban a celebrarse elecciones legislativas –las primeras mínimamente democráticas desde la república–, había un rechazo manifiesto a la legalización del Partido Comunista de España (PCE).

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Aunque su secretario general, Santiago Carrillo, se paseaba ya por Madrid después de su llegada a España tocado con su célebre peluca, su partido, en el que Franco había simbolizado todos los enemigos de la patria, seguía siendo clandestino. Que pudiera concurrir a las próximas elecciones con sus siglas, su bandera roja, su hoz y su martillo era la prueba del nueve para la incipiente democracia española. Y el atentado de la calle de Atocha vino a ser decisivo para ello.

EN LA ÓRBITA DEL PCE

En el despacho atacado trabajaban un grupo de abogados laboralistas pertenecientes o muy vinculados a Comisiones Obreras, sindicato todavía ilegal de la órbita del PCE. La defensa de los trabajadores era en aquellos momentos una actividad prácticamente subversiva. El movimiento obrero había renacido en la España tardofranquista después de la durísima represión de la posguerra y del letargo de los felices años 60. 

Una nueva clase media había entrado en la sociedad de consumo –a base, eso sí, de letras para el Seat 600, la lavadora y el frigorífico– al mismo ritmo que los turistas extranjeros disfrutaban del sol español, ese regalo de Dios al país que había doblegado al comunismo. Sin embargo, la crisis del petróleo, las crecientes demandas de libertades políticas y de derechos laborales cristalizaron al final de la dictadura en un nada despreciable tejido de organizaciones obreras que desbordó al sindicalismo vertical creado por el régimen y fue capaz de organizar huelgas y movilizaciones importantes, especialmente en Catalunya, el País Vasco y Madrid. 

PUNTA DE LANZA

En ese ambiente, los abogados laboralistas fueron punta de lanza de la conquista de las libertades. Ellos defendieron a los líderes sindicales históricos –Marcelino Camacho estuvo en la cárcel por última vez hasta 1976– y fueron pioneros en presentar demandas a empresas públicas y privadas que habían actuado con total impunidad bajo el paraguas de la dictadura.

Los asesinos de la calle de Atocha sabían muy bien que dirigían las pistolas contra un colectivo luchador e ilustrado, empeñado en pelear por las libertades desde una legalidad precaria. Pues bien, el atentado del 24 de enero de 1977 fue, en medio del tremendo dolor, el espaldarazo democrático que necesitaban esos activistas del campo del Derecho. Y también la demostración para el Gobierno de Suárez, Osorio, Abril Martorell y compañía de que el PCE era una formación política responsable y perfectamente dispuesta a favorecer el tránsito pacífico a la democracia.

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Fue el partido de Carrillo el encargado de organizar el servicio de orden de la enorme manifestación (100.000 personas) de duelo y de reivindicación de la democracia en la que se convirtió el entierro de los abogados asesinados. Hubo dolor, pancartas y puños en alto, pero la emoción no se desbordó y no se produjeron incidentes. El Ministerio de la Gobernación, a cuyo frente estaba Rodolfo Martín Villa, contenía la respiración ante el entierro. El comportamiento ejemplar de las bases comunistas en aquel duro trance fue, sin duda, un tanto decisivo para que el PCE fuera legalizado unos meses después, concretamente, el 9 de abril, día de Jueves Santo y con media España de puente. 

La reacción serena ante la barbarie fascista fue el gran espaldarazo para los avances democráticos. La sociedad española vio en los periódicos de aquellos días a los comunistas dando la cara y entendió que no tenía sentido dejar fuera del juego político al partido de la hoz y el martillo –lo que, por cierto, habría dado gran ventaja al socialismo de Felipe González y Alfonso Guerra– y, por extensión a otras formaciones especialmente incómodas, como Esquerra Republicana de Catalunya, partido que no se legalizó hasta casi un año después por su condición de fuerza republicana.

La legalización del PCE fue el gran gesto de audacia del presidente Adolfo Suárez. El ministro de Marina, Pita da Veiga, presentó  la dimisión como protesta por la decisión  y se produjo el famoso 'ruido de sables' en los cuarteles. Pero, en definitiva, en esas semanas trágicas se dieron los pasos para que la democracia fuera una conquista irreversible.

Allí empezó un tiempo en el que la historia se precipitó. 1977 fue el año de la amnistía, hasta el punto de que hubo un momento –es cierto que breve– que ni siquiera había presos etarras en las cárceles. Fue el año de la mítica Diada en la que, según se dijo entonces, un millón de catalanes reclamaron el Estatut. La cifra se revisó luego a la baja, pero aquel Onze de Setembre fue un hito para el nacionalismo, como lo fueron el restablecimiento de la Generalitat provisional (29 de septiembre) y el regreso de Tarradellas (23 de octubre).

Y VOLVIÓ ALBERTI

Fue también el año del retorno a España de miles de exiliados, algunos tan ilustres como Rafael Alberti, el año de la eliminación de la censura de prensa, el año en el que se legalizó el registro del nombre de pila en cualquiera de las lenguas que se hablaban en España y el año de los Pactos de la Moncloa para reconducir la situación económica.

Ahora que se hacen nuevas lecturas de la Transición, algunas de ellas claramente oportunistas, conviene señalar las dificultades y los miedos en el tránsito hacia la democracia, dramáticamente plasmados en el atentado del despacho de Atocha. Y también la serenidad y el sentido posibilista que primó en aquellos meses para que no descarrilara un tren que, efectivamente, venía muy condicionado por las exigencias de los poderes fácticos, pero también empujado por la ilusión y las ansias de personas como las que ese triste día fueron asesinadas en Madrid.